El monstruo intermitente (otra vez)
Quienes lo conocen saben que hablamos de un ser inmundo al que tan pronto vemos como dejamos de hacerlo, aunque se trata de algo más retorcido, con sutiles matices. Para ser totalmente fieles a la verdad, habríamos de decir que se oculta más que se muestra. La mayor parte del tiempo permanece aletargado, en reposo, esperando el momento idóneo para asomarse. Pero, si permanecemos vigilantes, podemos adivinarlo fugazmente, como un suspiro, justo antes de desvanecerse y retornar a su limbo, sin que nadie pueda predecir su próxima aparición, al menos en el corto plazo.
Porque si algo sabemos con certeza, aun a grandes rasgos, son sus pautas de actuación en el plazo largo; su periodicidad casi matemática. Por eso le tememos tanto: no somos capaces de predecir sus súbitos fogonazos, pero sí sabemos cuando se mostrará en todo su esplendor, y vemos pasar los días en una interminable cuenta atrás, como reo que espera en el corredor de la muerte, deseando que llegue el final de su tormento.
Lo esperamos, primero con indiferencia, más tarde con expectación, finalmente con ansiedad, mientras que un solo pensamiento crece en nuestra mente, que pase pronto. Porque pasa, y solo por eso somos capaces de soportar lo insufrible. Son un par de meses, nada más que sesenta días, y después nos permite descansar. El monstruo vuelve a desaparecer y nos deja tranquilos durante una larga temporada, en un pacto no escrito por el cual recibimos a cambio de nuestras ofrendas un regalo nunca valorado en su justa medida: tiempo sin verlo. Jamás el suficiente, pero menos es nada.
Otra constante en su actuación consiste en que sus apariciones se van haciendo más frecuentes a medida que se acerca el momento propicio. Podemos adivinarlo en declaraciones radiofónicas, en la inauguración de obras, en sonrisas nunca antes vistas a determinados concejales, visitando colegios casualmente ahora o prometiendo nuevas infraestructuras. Pero no se engañen, no se trata más que de un calentamiento, unos sutiles juegos preliminares que allanan el camino para su inminente llegada.
No sé ustedes, pero yo últimamente lo veo con demasiada frecuencia. Mucho más de lo que me gustaría, y solo tengo una explicación: es su momento. Consulto el calendario; el 24 de mayo está cerca, y por tanto el monstruo, que se dispone a abandonar por un tiempo su naturaleza intermitente.
Lo veremos todos, ahora sí. Al doblar cada esquina, colgando de las farolas, en las cadenas de radio y televisión, en los periódicos. Lo veremos transformado en su imagen más tierna (y por ello, más peligrosa), sonriendo a los abuelos, besando a los niños, visitando barrios y mercados. Y sobre todo, engañando, pues de engaños se alimenta. De mentiras, suyas; y vanas esperanzas, nuestras; ya que confiaremos en él, o mejor dicho, en cualquiera sus caras (aunque en el fondo todas son una: la misma), y le haremos nuestra ofrenda más preciada, la que Él espera de nosotros y nos reclama, a cambio concedernos cuatro años más de paz: nuestro voto.