El Muro invisible
El pasado lunes se celebró con el arropo de los líderes mundiales y la satisfacción del pueblo alemán el vigésimo aniversario de la caída del muro de Berlín. Historia reciente y cercana, 20 años son nada, de la cual hemos sido testigos privilegiados para contarla, porque fue bueno, y las historias que mal empiezan pero bien acaban son dignas de ser recordadas.
Los muros desde siempre han sido y son paredes aislantes, separadores de cemento, ladrillo u hormigón que pretenden la protección de lo interno. Pero es de lógica el razonar que cuando algo queda dentro, todo el resto queda fuera, aparte, aislado, separado, y que deben ser aquellos que han ordenado o permitido la construcción del mismo los encargados de asegurar la conexión entre ambas parcelas, ya sea en una casa, una ciudad o un país. Lo contario, el resultado que en Alemania se vivió durante 28 años, la más ilógica, vergonzosa y catastrófica reacción humana, el aislamiento como excusa de la protección que solo consigue enemigos y odios. Ahora el muro está destruido; los mazos primero, y las máquinas después, se deshicieron de este testigo mudo de muertes y separaciones. Y lo hicieron en paz, con orden, con tolerancia y con la efervescencia de unos deseos de cambio sustentados por la esperanza de unir lo que jamás debió separase.
Los alemanes hace ahora 20 años fueron revolución. Pacifica, querida y conseguida sin disparos, pero revolución, dibujada para siempre con el simbolismo que un motón de escombros les otorgó, el valor tangible, palpable y visual que una piedras amontonadas constituyeron porque ellos tenían donde golpear, hacia donde dirigir sus pasos para la ruptura, sabían de su color, de su altura, de su anchura y su longitud, su muro era un muro. Pero, ¿y nuestro muro? Sí, nuestro muro, esa construcción intangible, invisible y transparente que siento tener delante y a la cual no sé por dónde empezar a golpear para intentar sacarle una pequeña brecha que ayude a su caída. Y tiene que estar, y está seguro, pero levantado con el más sutil de los materiales translucidos e incorpóreos, sustancia tan delicada de la que todavía no hemos reparado en su existencia, tan perfecto en su invisibilidad que si colocamos la lupa sobre nuestro entorno más cercano, ese en el cual desarrollamos nuestra vida familiar, nuestro trabajo, nuestras relaciones, nuestras inquietudes sociales, políticas o simplemente personales, y buscamos, enfocamos, aumentamos la lente o acercamos la lupa, no aparece.
Pero está. Y contra él nos venimos dando desde un tiempo a esta parte, y lejos de conseguir blandear su superficie sólo logramos nuestra confusión tras el golpe y el temor del gato que ya se quemó. Y debe estar, yo lo creo, pues de lo contario no puedo explicarme el porqué de tanta pasividad social ante los grandes y graves problemas que nos rodean, ante tanto mangante político y financiero, ante tanto desorden conductual, ante la violencia que nos está ganando el terreno día tras día, infinidad de situaciones y de realidades que no consiguen levantar nuestro enojo más allá del momento de su conocimiento. Debe estar, pues de lo contrario no consigo razonar el porqué nos hemos convertido en simples máquinas de votar olvidando que durante el tiempo de acción de nuestros gobernantes tenemos voz, y podemos exigir, y debemos de cuestionarles y pedirles explicaciones por su trabajo hecho o por hacer. Porque sin ir más lejos en Villena nuestros hijos siguen en la calle los fines de semana mientras se levanta un monumento a la muerte animal para unos cuantos con nuestro apoyo por omisión, y yo te envido, Berlín, tú sabías hacia dónde golpear.