El oso era más grande que yo y abrazarlo era como perder el conocimiento
Con motivo de mi sexto cumpleaños, mi tía Celestina me regaló un enorme oso de peluche de color marrón, uno de esos atractivos y caros osos de peluche de facciones casi realistas que otean las tiendas de juguetes desde las estanterías más publicitariamente importantes.
El oso, cuya postura era la de estar sentado con las piernas rectas hacia adelante y los brazos ligeramente colgando sobre ellas, era incluso más grande que yo, y abrazarlo suponía dejarse envolver por una entidad mullidamente protectora, era como perder el conocimiento. Recuerdo perfectamente su olor penetrante a trapo tintado, el tacto algo rudo de su pelo artificial hecho de gruesas hebras que tendían a enredarse, su voluminosa barriga patriarcal de un color marrón un poco más claro que el resto de su pelaje, sus ojos de plástico con unos párpados que parecían querer cerrarse y que le daban un aspecto malintencionado y chulesco, pero sobre todo recuerdo que había en él algo profunda y perturbadoramente masculino, una presencia amenazante pero atrayente, como de dominador macho alfa. Y lo que ocurrió es que por alguna rendija descuidada de mi sistema afectivo, el oso (que mi tía bautizó con el nombre de Leónidas antes de regalármelo, en vez de dejarme a mí ponerle un nombre a mi gusto, como queriendo decirme que el oso tenía todo un enigmático mundo propio antes de llegar a mí), se convirtió en mi compañía preferida. Todos mis familiares veían en él al inocente y simpático muñeco amiguito de la niña, pero la realidad es que para mí, cada día que pasaba, significaba mucho más. Pronto empecé a sufrir terriblemente cuando tenía que separarme de él para ir al colegio, y después, durante todo el día, pasaba las horas angustiada hasta el momento del reencuentro. De modo que un domingo por la noche, ante la perspectiva de la repetitiva y dolorosa separación que me esperaba al amanecer, fui a la cocina, cogí el cuchillo de sierra más grande que encontré, regresé a la habitación, y decidí cortarle una mano a Leónidas con la intención de ocultarla en mi mochila y llevarla conmigo al día siguiente, para así tener algo de él cerca de mí todo el tiempo. Tumbé a Leónidas boca arriba, coloqué mis rodillas sobre su panza, y empecé a cortarle la muñeca de su brazo izquierdo con toda la determinación de mi amoroso corazón. Pero la tela era realmente dura y se deshilachaba lentamente y de forma grotesca. Y cuando llegué al relleno, que era una especie de apretada y áspera esponja naranja, las virutas empezaron a saltar descontroladamente como una hemorragia de seca sangre inanimada. Tras un largo y fatigoso rato, conseguí separarle la mano del brazo y la metí en la mochila. Froté su muñón para liberarlo de impurezas a medio soltar y recogí con esmero las virutas de inanimada esponja naranja y los hilachos de tela sueltos y los guardé en el cajón de mi ropa interior, debajo de mis calcetines y mis braguitas. Después me metí en la cama, apagué la luz, me abracé a Leónidas, apretando fuerte su muñón sobre mi pecho, cerré los ojos dispuesta a soñar con un futuro inconmensurable para nosotros, y poco antes de dormirme sentí una oleada de amor como nunca he vuelto a sentir en toda mi vida.