El otoño de los patriarcas
Por aquello de las manías del Sr. Director del periódico que tienen entre sus manos, me veo normalmente obligado a escribir estas líneas algunos días antes de su publicación. Es domingo, al atardecer, y al mismo tiempo que va desapareciendo frente a mi ventana la luz del sol, Internet me cuenta cómo se va apagando la vida de Augusto Pinochet, sanguinario dictador de Chile entre 1973 y 1990. Del mismo modo, aunque tamizadas por la censura oficial y el secretismo del régimen, no dejan de llegar noticias sobre el estado de salud de Fidel Castro, otro que tal, a quien algunas agencias dan por muerto tras su ausencia a los actos del no sé cuántos aniversario de su Revolución y su 80 cumpleaños.
Se me va entonces la cabeza cualquier cosa menos concentrarme a las imágenes vistas hoy mismo en algún telediario, donde mi literariamente (y sólo literariamente) admirado Gabriel García Márquez se deja ver y sonríe junto a los jerifaltes del régimen cubano que tanto ha apoyado y apoya, y de ahí, sin solución de continuidad, a su tremenda novela El otoño del patriarca, para mí uno de sus mejores trabajos, incluso por encima de esos 100 años de soledad de donde tomé prestado el seudónimo con el que escribo. En El otoño del patriarca, gracias a una estructura narrativa maravillosa, Gabo nos cuenta una historia universal la agonía y muerte de un dictador en forma cíclica, experimental y real al mismo tiempo, en seis bloques narrativos sin diálogos, sin puntos y aparte, repitiendo una anécdota siempre igual y siempre distinta, acumulando hechos y descripciones deslumbrantes.
Considerada como una fábula sobre la soledad del poder que se desarrolla en un país ficticio a orillas del Caribe, la novela fue escrita en Barcelona, entre 1968 y 1975, por lo que resulta imposible desvincularla de los históricos acontecimientos que vivía la España de entonces la muerte de Franco, aunque su contexto y estilo sean, como siempre en este escritor, el de una asombrosa realidad latinoamericana que García Márquez ha elevado como nadie a la categoría de mito.
Entonces me planteo cómo es posible que, salvo excepciones como las del tirano Sadam Hussein, condenado a la horca, por lo general los dictadores mueren viejos y en su cama, y llegó a la triste conclusión de que el pueblo acaba tragando con lo que le echen (incluso en democracia) siempre que haya pan y circo (e incluso sin haberlo). Y me da entonces por pensar en la adhesión inquebrantable de ciertos intelectuales, como el propio Gabo o José Saramarago, a ciertos regímenes, como el de Castro, resultándome imposible comprender tanto manifiesto y tanto compromiso anti-fascista o anti-imperialista cuando se está defendiendo a dictadores como mínimo igual de perversos que aquellos contra los que supuestamente se lucha
Una nueva pasada por la Red antes de cerrar estas líneas me trae, por último, noticias sobre la previsible victoria de Hugo Chávez en Venezuela, y entonces me viene a la cabeza aquello de que la historia es cíclica y se repite, aderezando la reflexión con el refranero y la célebre frase de tropezar doscientas mil veces con la misma piedra
Ya es noche cerrada. Las luces de algunos dictadores y de algunos escritores están a punto de apagarse para siempre, como el espacio de esta columna literaria y nostálgica. En el primero de los casos la muerte de los dictadores, sean cuales sean, me alegraré. En el segundo la de los escritores, no tanto. Siempre podré ignorar su militancia y disfrutar de su magnífica obra. Otros no nos dejan ni eso.