Fiestas

El patio de Manolo Pérez (A la memoria de Rosi Pérez Bravo)

El patio de Manolo Pérez se esconde ahí mismo, en mitad de la Calle Ancha, tras una piso de planta baja que enseña dos balconzuelos con rejita para ver pasar todo el trajín de las fiestas con el mismo ceño e idéntica postura a la que pone un apoderado tras la barrera de Las Ventas.
Le llamamos el patio de Manolo Pérez porque Manolo es el único varón que regenta en la casa alcoba con cómoda para la muda; sin embargo, deberíamos llamarle el patio de Rosi, porque era su hermana quien se encargaba de poner los farolillos chinos y las banderitas de papel de verbena antigua, con la ayuda de unas mucamas estrafalarias que sólo ella sabía dónde y cómo se conseguían. Recuerdo una que era la viva estampa del batería de Sex Pistols pero en recrecido. Lo más curioso de aquella amazona del punk es que, a pesar de su pelos erizados de amarillo y sus muñequeras claveteadas de gladiador, era muy respetuosa y pía, y entre mucho doña Rosa para arriba y mucho doña Rosa para abajo era capaz de rezarse dieciocho Padrenuestros desmayados mientras le iba acercando a Rosi cordeladas enteras de banderitas de papel hasta cubrir todo el cielo raso del patio sin dejar un rincón de alivio.

Después de aquello, Rosi aún encontraba tiempo para filetear los fiambres, ir a la tahona por las tortas de anchoa y colmar las neveras con cocacolas; mientras, su hermana Emilia, tan queriendo estar en todo, acababa, como suele suceder, no estando en nada, cuando no, sufriendo unos de sus luminosos descuidos como aquél de meter las latas de cerveza en el horno y las cocas de atún en el congelador. Y verán, todo este zafarrancho desquiciante para que fuésemos apareciendo, a medida que rematábamos la Entrada, un rosario de desharrapados con el alma anegada de gintónic y el oriente desorientado de sudor y pálpito.

Y es que, en el patio en el Manolo Pérez, cabía cualquiera conque sólo conociese alguno de los concurrentes y además atinase, a pesar de las inclemencias del desfile, con el chorrito en el inodoro; más requisitos, que yo sepa, no se exigían. Así que allí nos citábamos una turbamulta familiar que terminaba convirtiéndose en un descoyuntado juego de sillas rusas. En efecto, mientras escuchabas desgañitar chistes a Paco Ferrando o Pilar Belda habías recorrido todo el patio de un extremo al otro tratando de conseguir una silla sin que te la birlasen al primer descuido. Cuando al fin te asegurabas una, solías caer junto a una señorita muy fina y forastera que siempre te preguntaba porque ibas “disfrazado” de tuno en mitad una batalla del Medievo; lo cual, a esas alturas del naufragio, resultaba más difícil de explicar que las aporías de Zenón de Elea, sobrio y con el pulso en su sitio.

Pero si por algo acudíamos al patio, era por los prodigios que allí se prodigaban a destajo. El más constante por imposible era el denodado empeño de Manolo Pérez por silenciar a las bandas del desfile con los ritmos de Chico Buarque o de Toquinho. Sin embargo, los mejores eran los autómatas de top manta y a cinco duros que acaparaba Rosi, como aquel perro de peluche que tras dos pasitos por el pasillo maullaba en lugar de ladrar o el loro de trapo con jaula y todo que colocó en el desmoche de la palmera y que interpretaba los boleros mejor que Benny Moré, o al menos, a nosotros nos lo parecía. También acaecieron otros de forma tan espontánea como intrépida, como aquél de una profesora de idiomas que se conquistó a un pirata en la Ibense y se lo trajo hasta la alcoba de Manolo para practicar el passé composé. Se conoce el hombre andaba flojo en francés. Y, ay, el pobre se quedó en ayunas porque fue sorprendido por Rosi en el portentoso trance de despojarse del tanga color leopardo sin haberse siquiera quitado las botas, menos aún el pantalón.

Es de reseñar que allí nunca se perdió nada; bueno, tampoco es cierto. Una vez se perdió la prima de no sé quién en brazos de un contrabandista. La recuperaron el día ocho, después de la Procesión, tan descompuesta como si huyese de Sarajevo, pero con esa beatífica sonrisa que ponen algunas mujeres tras pasar una noche de olvido con la Primera Bandera Paracaidista. También se perdió una novia que se trajo Ricardo Requena de la Guindalera o de la Prospe, vamos, de los aledaños de la M-30, que era como Bibi Andersen pero de verdad; es decir, sin cirugías ni afeites. Al parecer, se enamoró de la pluma de un moro viejo; lo que ya no puedo afirmar, es si le descerrajó la mochila entera como pretendía.

Y ahora, cerrando esta alborotada gavilla de recuerdos, me veo estremecido por la lástima. Este año no acudiremos al patio; una tufarada ardiente de calor nos arrebató a Rosi en el momento mismo que España se proclamaba campeona de Europa. A ella, a Rosi, que parecía tan ajena al mundo y a sus feas jugadas de trilero de esquina. Pero, sabido es, la mala suerte con su colmillo de hiena se ceba antes con los inocentes y los soñadores, y a Rosi, con sus milagros de a peseta el kilo, no quiso perdonarla. Lo peor es que aquí nos hemos quedado todos huérfanos de sus ocurrencias de pasmo, y además, sin consuelo.

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