El Rey Mago de Murillo
Queridísimos lectores, la Navidad toca a su fin. Hemos vuelto a cambiar de año, y el mundo, de momento, sigue vivo. El planeta sigue su curso, y la vida, como cantaba el hijo del malogrado Papuchi, sigue igual. Muy pronto la ciudad se apagará como un meteoro en el espacio, como una luciérnaga en la noche, como un festero en la madrugada del día diez. Llegará la hora de pesarse, de maldecir los polvorones, de recoger el Belén, de plegar el árbol y de intentar meterlo nuevamente en la caja. Por cierto: ¿Por qué cuesta tanto volver a meter las cosas en su sitio? ¿Por qué hacen las cajas y las fundas tan pequeñas? ¿Por qué para guardar algo que ha salido con facilidad se necesitan casi siempre dos personas?... Muy pronto, todo estará en rebajas y habrá que ascender la cuesta de enero con las muelas llenas de guirlache y mazapán. Habrá que llamar al Bazar de la Radio para vender la pandereta y comprar unas botas de pirata; para vender la zambomba y comprar un casco de cristiano; para vender un cascanueces y adquirir un Magnet System.
Poco a poco, nos iremos acostumbrando a contemplar la imagen de esa persona entumecida, rodeada de vaho, tiritando, quedándose tiesa, apurando un pitillo en mangas de camisa, a las puertas de una fábrica o de un restaurante... Una imagen tan triste como la del festero que vuelve solo de la verbena, sin haberse comido una rosca, con los restos de un montadito de longaniza en la casaca; con la intención de aguardar la diana sentado en una tribuna, enrollado en una capa, compartiendo su decepción con una mata de alábega y un vaso de chocolate caliente.
Últimamente, han sido muchos los que me han preguntado cómo pasé la Navidad en Salvatierra. He de deciros que muy bien, aunque renuncié a la tradición de comerme las uvas; a la de enviar mensajes; a la de meterme en una discoteca para sentir el roce y el aliento de la muchedumbre. He de deciros que casi siempre he renunciado a divertirme cuando todos los hacen; que no estoy obligado a pasarlo bien; ni siquiera en Fiestas, aunque, lamentablemente, haya gente que sí lo está. Hay muchísima gente en esta ciudad que, debido a la inversión económica que efectúa, al ansia con que espera la llegada del día cuatro, está obligada a pasárselo bien durante esos días. Yo no. Yo en cambio, como muchos de mis lectores, no necesito un pregón ni una traca final que marquen mis horas de júbilo. Y si me apetece darme una voltereta en medio de la Corredera me la daré, sea el día que sea. Y si me apetece hacer de cabo, abrir los brazos, y ponerme a gritar mirando a los balcones también lo haré, aunque estemos en enero y la gente me mire mal.
También he de deciros que a lo largo de todas las navidades, la única persona que vino a visitarme fue el Rey Mago de Murillo; el de la juguetería. El pobre llegó sudoroso y con la respiración acelerada. Iba huyendo de unos vándalos y traía en la mano la carta de un ciudadano que había pedido, entre otras cosas, una perilla de Quita y Pon, un compañero de truque que no vuelque los cubatas, el Nenuco que hace ajo y eructa cuando le aprietas la barriga, un Trivial con preguntas sencillas sobre fiestas, la carroza de los clic de Famobil, la Barbie Arcadas y su novio Kent Vomitonas y, por supuesto, el muñeco Torzoncitos, el único al que se le hace pelusilla en el ombligo y llora como un despiadado cuando lo visten de paisano y le quitan el fez.
Espero pues que hayáis sido buenos, que no os hayáis salido de la fila y que los Reyes Magos, incluido el de Murillo, os traigan todo aquello que hayáis pedido. Feliz año.