El típico bla bla bla de siempre en los entierros de los amigos
Llegué tarde, pero claro, lo cierto es que sabía que él tampoco se iba a ir. Sabía que estaría tumbado, dentro de la caja, con esa expresión introspectiva y relajada de los muertos que tanta envidia despierta en los fanáticos de la meditación trascendental. O quizá llegué tarde porque necesitaba tiempo para hacerme a la idea.
Ya sabe, de golpe te enteras de que un amigo tuyo, joven y sano, ha muerto, y no te lo crees. Parece una broma. [Aprieta los labios a modo de irónica conclusión.] Entré en el tanatorio con la lentitud y sobriedad que estas situaciones requieren, dominando mis sentimientos y dispuesto a encontrarme con conocidos y familiares. Había gente en corrillos en todo el vestíbulo, hablando en voz baja y con gestos contenidamente trágicos. La abundancia de ropas oscuras y pañuelos de papel daba un fondo de uniformidad temática al conjunto. Entonces me di cuenta de que yo, tan poco dado a cuidar esas sutilezas del protocolo social, iba vestido con vaqueros azules y una camiseta del grupo musical Ingresó Cadáver. Ni me había parado a pensar en eso cuando unas horas antes me había enterado de la noticia. Simplemente me demoré solucionando algunos compromisos, y cuando me sentí con fuerzas me fui al tanatorio. [La mirada oblicua parece dar a entender que no era la única decisión desafortunada de ese día.] Opté por ir al lavabo y ponerme la camiseta del revés, comprobando que el inadecuado nombre serigrafiado se percibía levemente a través de la tela, pero ya no era fácil de descifrar. Era una solución ridícula, pero no era momento de dejarse llevar por remilgos. Al poco de salir del lavabo, y en dirección a la sala en la que debía estar mi amigo, me percaté de que todo el mundo me miraba de soslayo. Quise pensar que era una percepción subjetiva, por el estigma de la camiseta en mi cabeza, pero la realidad es que no miraban mi camiseta sino mi cara. Me abrí paso repartiendo saludos casi mudos, y la gente me los devolvía como si fueran calderilla. Entonces me di cuenta de que no veía a ningún familiar de mi amigo, ni tampoco a ningún amigo común. Y los grupos que parecían de colegas cuchicheaban como conspiradores, aunque quise pensar que era el típico bla bla bla de siempre en los entierros de los amigos. Pero empecé a sentirme como un imán de fatalidad. Y cuando llegué al cristal tras el que debía estar mi amigo, acerqué mi cabeza y comprendí la mitad de lo que ocurría: el muerto no era mi amigo, era un joven de edad semejante y bien parecido. La otra mitad la descubrí en el camino de salida, cazando frases ahogadas de los presentes como: Seguro que es él. ¿Y cómo se ha atrevido a venir? Su mujer no sabía que era gay. Lo llevaba todo en secreto. Sus padres están destrozados. ¡Qué poca vergüenza! Mientras avanzaba pasé del bochorno a la ira, y cuando estaba a punto de salir, me di la vuelta y les grité con amanerado orgullo: ¡Sí, pero me quería a mí! [Pone cara de héroe que ha terminado su jornada de trabajo.] Joder, aquel pobre chico estaba muerto; y todo el mundo parecía tan mezquino. Alguien Tenía que defenderlo.