El trastero de mis padres es un cuartucho polvoriento cubierto por una Uralita
Subí al trastero del piso de mis padres sin un motivo concreto, un día de principios de septiembre, acompañado tan solo por la violenta tormenta que casi saldaba el verano, y después de cumplir con la blanda y monótona ceremonia de la comida dominical con mis padres.
Llevaba sin subir a él casi treinta años, prácticamente desde que me independicé. El trastero es un cuartucho polvoriento poco más grande que un kiosco de prensa y cubierto por una uralita, con un ventanuco del tamaño de una tronera de garita militar. Metí la gruesa llave en la corroída cerradura, la giré y empujé con dificultad la endeble puerta de contrachapado. Fue rozando en varias imperfecciones del rudo suelo de cemento hasta que se abrió por completo, y un olor a seca fermentación salió a recibirme. Accioné el arcaico interruptor para encender la solitaria bombilla que colgaba de un cable retorcido y di tres pasos para colocarme en el centro del trastero, en el exiguo y necesario metro cuadrado que quedaba libre para poder acceder a la maraña de estanterías y cajas y bolsas colgadas de ganchos por todas partes. Durante media hora, como un acróbata sutilmente melancólico, hice equilibrios emocionales sobre libros escolares antiquísimos, tebeos descoloridos, ropas deshilachadas, juguetes incompletos, hasta que me encontré con una vieja carpeta oculta en el fondo de una gran caja de cartón llena de estropajosos peluches, muñecos de trapo, móviles colgantes infantiles y otros diversos utensilios para bebé. Era de esas azules con dos gomas para ajustar en las esquinas y no tenía nada escrito en el exterior. La sostuve unos segundos, demorando abrirla, mientras el polvo en suspensión atravesaba el rácano hilo de luz que entraba por el ventanuco y ungía el momento de una extraña cualidad submarina. Solté las gomas y levanté la solapa. Contenía un desordenado manojo de antiguas fotos en blanco y negro que inmediatamente reconocí, porque eran las mismas que había en los viejos álbumes de mi infancia. Era yo recién nacido en los brazos de mi madre, desnudo sobre la cama con pocas semanas, con pocos meses y vestido de domingo sentado en un caballito de madera
Las fui pasando con naturalidad, hasta que me topé con una absolutamente desconcertante. Era yo, tenía que ser yo, pero no podía ser yo, con unos dos años, vestido de blanco y metido en un pequeño ataúd también blanco. Mis manos estaban cruzadas sobre mi pecho sosteniendo un pequeño rosario. Debajo de la foto encontré una esquela con mi nombre y la edad de dos años en letras plateadas, y debajo de esta había un papel con el sospechoso aspecto de un formulario oficial de aquella época, aunque sin sellos ni nombres de organismos oficiales. En ese documento se registraba la aparente adopción de un niño de dos años por parte de mis padres, precisamente en el año que yo tenía esa edad, pero no había más referencias. Inmediatamente recordé la historia tantas veces contada de por qué era yo hijo único: mi madre tuvo problemas en el parto, y quedó imposibilitada para tener más hijos. [Pausa.] En ese momento comprendí que yo no era el niño de esas fotos de los primeros dos años, sino su sustituto, alguien conseguido bajo tenebrosas circunstancias legales para continuar la ilusión de unos padres destrozados. [Pausa.] Volví a guardar la carpeta, cerré el trastero y bajé a casa de mis padres. Estaban dormitando en el sofá, frente a una mala película de sobremesa. Me senté junto a ellos y dije con cierta desgana tenemos que plantearnos tirar todo lo que hay allí arriba, porque no son más que cosas viejas, inútiles y que no tienen ningún valor.