Si no me equivoco, Eustaquio Cabanes Hernández era el último escritor que nos quedaba testimoniando negro sobre blanco la voz villenera. Si me equivoco, estoy más lejos de Villena de lo que creo que estoy. Cosa que me dolería. Así decía a mis amigos y familiares cuando me comunicaron la muerte de Eustaquio Cabanes. Tristeza. Mucha tristeza.
Cuando hace años Eustaquio nos pidió un prólogo para el segundo tomo de su "Jelipe y Antón. Cosas de mi pueblo", lo titulamos "Testigo del habla", valorando su quehacer antropológico. También, en aquel prólogo mostrábamos la evidencia de una realidad menguante que nos preocupaba. Pues haciendo recuento desde finales del siglo XIX hasta nuestros días, comprobábamos que el número de escritores en villenero se reducía considerablemente. Si para el periodo 1885-1936 don José María Soler había registrado unos veinticinco autores escribiendo en villenero, nosotros, desde 1936 hasta la actualidad, solo cuatro. A saber: José Guillén Hernández –inédita la mayor parte de su obra hasta 2008–, el propio Soler, Alfredo Rojas y Eustaquio Cabanes. Veinticinco escritores en villenero en poco más de medio siglo y sólo cuatro en las últimas ocho décadas.
Quienes han cultivado por escrito el habla local sin apenas normas determinadas – salvo las que a su entender y sobre todo atendiendo aquello que les ofrecía la voz popular de sus paisanos– nos han dejado un legado impagable. Porque intentado ser fieles a esas voces han fraguado, posiblemente sin pretenderlo, una normativa. Porque no se trata, hablando en villenero, de exagerar los dejes; sino de amparar la voz memoria de nuestros antepasados. Y estos testigos del habla lo hicieron escuchando y tomando nota de esas palabras y giros que perdemos. Que perdemos porque también hemos perdido la sociedad rural en la que nacieron, perviviendo no obstante ese tono entrañable que conservan todavía algunos paisanos.
Cierto que están también esos trabajos de ciencia filológica que nos orientan sobre nuestra habla (Torreblanca, Soler, Gandía, Domene…). Pero la labor de nuestros testigos del habla, colaborando con sus escritos en la prensa local, es la que nos ha permitido fijar el día a día de nuestras voces.
¡Cuánto me costaba hablar con Eustaquio! Su voz, como quebrando maderas, te decía inteligencias, normalmente cargadas de ironía. ¡Inteligencias! Con los ojos vivos te hablaba, te decía sentencia, te miraba fijamente y… Y esperaba respuesta para… Para retrucarte. Para retruco y envido. Eleuterio Gandía en el prólogo al primer tomo recopilatorio de "Jelipe y Antón. Cosas de mi pueblo" le endosó cariñosamente el calificativo de "azotacalles". Ya escribimos que era definición que, salvo por lo de ocioso, le venía bien a Eustaquio. Porque en ese discurrir por los espacios del pueblo que amaba, Eustaquio fue notario de un habla que se nos va. Y ahora, yéndosenos Eustaquio arriesgamos la memoria de nuestra voz secular.
Jelipe y Antón, personajes que se encarnaron en los escritos de Eustaquio Cabanes y en las voces del propio Eustaquio y su hermano Joaquín, se han quedado mudos. Personajes de "canne" y "güeso" en los escritos y voces, mudos ahora, ya no saben qué decirnos. Y faltándonos esas voces que nos contaban las cosas de mi pueblo siento perder la voz de mis antepasados. Esa voz que me decía, por ejemplo: —Abonico, paloma, abonico.
Abonico, paloma, abonico y muchas cosas más. Porque era voz que me traía la voz de los surcos de mis abuelos. Y la voz del agua fresca de nuestros manantiales cuando eran manantiales. La voz de oro y yeso de los cabezos. La voz de Salvatierra con sol de levante. La voz de cristal de los saleros y… Y la voz del rezo: —Angelicos ar cielo… –Padre Nuestro qu'estás en er cielo.
Descanse Eustaquio en paz. Y recordemos por siempre esas voces recogidas y cultivadas. Voces del habla.