Ella siempre ha sido una mujer tímida que una y otra vez se suicidaba en privado
Lucía apoya la cabeza en el cristal de la ventana del autobús casi vacío y mira afuera. Es de noche, y el deslustrado ruido del motor recuerda a un estómago enfermo. La lluvia hace que la calle se vea borrosa y con el aspecto de un interminable parque de atracciones desierto e irreal. Lucía tiene la cara pálida y cansada de quien se ha suicidado hace poco y todavía está regresando.
La cruda iluminación del interior del autobús no ayuda a suavizar su estado. Le digo Lucía tienes que dejar de hacer eso en cualquier sitio. A la gente no le gusta ver a nadie suicidándose en público. Mueve la cabeza levemente y entorna un poco más los ojos reprobándome el típico sermón de amigo incondicional. El pelo largo y húmedo le cae sobre los hombros formando alianzas inconsistentes. El delicado lóbulo de su oreja izquierda sería el rey de los adornos en cualquier árbol de Navidad. Ella siempre ha sido una mujer tímida y moderada que una y otra vez se suicidaba en privado, sola, pero desde hace un tiempo ha empezado a suicidarse en lugares llenos de gente como centros comerciales o estadios deportivos. Esa forma de actuar le está acarreando problemas legales en forma de multas y avisos judiciales. Está cambiando, y no llego a entender el motivo, ni por qué ahora dice cosas extravagantes en el trabajo o en las reuniones de nuestra parroquia, Los Que Ya No Se Van, cosas del tipo El tiempo es una interminable y opresiva venda envolviendo todo mi ser o Me siento una mujer hecha de trozos podridos de inmortalidad. El color va volviendo a sus labios. La luz fluorescente del interior del autobús a veces parpadea dejando en el aire fugaces y enlutadas instantáneas. Le digo Lucía tienes que darte cuenta de que esa actitud te va a conducir a un callejón sin salida. También quiero decirle que la amo, y que en realidad lo que yo desearía es suicidarme con ella una y otra vez, pero suprimo esa parte y le digo Lucía no son buenos tiempos para ir haciendo esas cosas en medio de calles llenas de gente y delante de los niños. La vida ha llegado para quedarse definitivamente, no puedes remediarlo. El autobús se detiene en una esquina de la periferia y el único otro pasajero que queda, una mujer que debe tener cientos de años y viste un negro impermeable de propaganda de una funeraria que, como todas, ya no existe, sale a la lluvia apoyándose mecánicamente en su bastón de metal. Lucía la ve alejarse mientras el autobús reanuda la marcha y sin mirarme me dice este mundo y esta vida están enfermos. Ya nada muere para siempre. Ya nada se olvida para siempre. Todo se repite una y otra vez, los días están encerrados en un bucle asfixiante, las conversaciones están llenas de frases medidas y estandarizadas, las casas, todas diferentes pero iguales a la vez, están saturadas de habitaciones similares para usos repetidos hasta la anulación de la voluntad, se repiten los desayunos y las cenas, los pensamientos y los prejuicios, y hasta el amor y el odio se repiten como una broma tediosa y enjaulada que creemos que no nos hace enloquecer porque en realidad ya enloquecimos hace una eternidad saturados de sistemas y juramentos. El autobús se detiene y detiene sus palabras. Lucía me da un casto beso en la mejilla y se levanta. Da cuatro pasos, desaparece, y a través del cristal la veo alejarse con la cabeza incrustada entre los hombros, camino de su piso. Sé que esta noche volverá a suicidarse, sola, y que mañana vendrá al trabajo con ese macilento semblante de persona viva a la que se le va acumulando la muerte dentro, pero el dentro no tiene fin.