Ella sueña todo el día que corre a través de grandes bosques de coníferas del Canadá
Después de cumplir ochenta años ella dejó poco a poco de hablar, dejó de interesarse por las cosas cotidianas y normales de esta vida, de nuestra vida, precaria pero tozuda, que no termina de acabarse y continúa como un pequeño y cansado milagro privado.
Ella, que ahora tiene 87 años y con la que he pasado más de seis décadas, fue ensimismándose en algún recóndito lugar de su interior, arrinconada por husmeadoras enfermedades de viejos, enfermedades que, como un proceso lento de evaporación, han menguado y retorcido su cuerpo hasta reconcentrarlo en un cuarteado recipiente que parece que va a resquebrajarse al mínimo suspiro, casi vacío de lo que hace mucho tiempo lo llenaba. Poco a poco ella fue quedándose anclada a su también viejo sillón, medio tapada con una manta estampada con enormes flores que un día fueron de color añil y que ahora ya están mustiamente desteñidas, mirando las imágenes de la televisión con un interés despreocupado pero permanente, casi sin moverse, como si buscara en el incesante movimiento de la pantalla una señal o respuesta a algo concreto. Observándola, día tras día, en esa paralizada inquietud, me di cuenta de que sus ojos parecían brillar más cuando veía en la televisión grandes bosques, espacios inmensos de naturaleza silenciosa. Una leve excitación asomaba a su rostro y vibraba, casi imperceptible, devolviéndole quizá una ínfima parte de su yo perdido. Me dediqué a buscar documentales sobre naturaleza, y encontré una colección maravillosa sobre los bosques del Canadá. Comencé a ponerle los documentales, e inmediatamente me di cuenta de que se establecía una silenciosa conexión. Se quedaba quieta, como siempre, pero su cuerpo parecía concentrado en un objetivo, y sus ojos se iluminaban, recubiertos de esa humedad que atribuimos a la cercanía del llanto. Y cuando el documental en curso se acababa y la pantalla se quedaba en negro, inmediatamente mostraba su disgusto, mirándome como si yo fuera su sirviente, sin demostrar un sentimiento especial hacia mí, pero exigiéndome con una contracción suave del rostro que volviera a poner otro o el mismo documental de la colección, cosa que yo hacía, que sigo haciendo, día tras día, como en un bucle que parece encadenarse hasta el infinito. Y cuando llega la noche, cansado de mantener la casa dentro de los límites de un orden que cada día parece más frágil, me siento en el tresillo que hay junto a su sillón y le cojo la mano, aunque ella rara vez parece darse cuenta, absorta en las imágenes de álamos y abetos, alerces y abedules, y entonces yo también me abandono a la contemplación del asombroso desfile de colores ocres y montañas nevadas y arroyos cristalinos. Cierro los ojos, mecido por la agradable música instrumental del documental, y me imagino en un bosque del Canadá, sentado en el tronco de un enorme álamo caído, viéndola a ella, igual que era hace más de sesenta años, un cuerpo sano y suave que parecía imposible que el tiempo pudiera llegar a corromper, corriendo entre árboles gigantes que filtran la luz hasta convertirla en un caleidoscopio de reflejos, saltando graciosamente y arrojando hojas secas al aire. [Pausa.] Yo sigo sentado en el tronco caído, viejo y arruinado por el dolor, sin poder moverme ni dejar de mirarla, y sin poder hacer nada cuando ella se detiene y me sonríe, se da la vuelta y continúa con su gozosa danza, corre hacia el inmenso paisaje dorado, se funde con él y desaparece para siempre.