Cartas al Director

Emigrante en otra ciudad

Cuando por multitud de razones tienes que irte a vivir a otro sitio dejando tu ciudad natal, queda marcado en tus recuerdos todo aquello que las raíces y el arraigo no dejan que se borre. Tanto es así, que a mayor distancia, todavía es más fuerte esa añoranza de las cosas de la tierra, de todo aquello que gusta mucho pero que se tiene que dejar.

Y sobre todo, se acusa más esa melancolía cuando llegan fechas señaladas, como son para un servidor las fiestas de Moros y Cristianos de Villena. Cuando llega el día cuatro de septiembre y sabes que no vas a poder estar en tu pueblo, con tus paisanos. Con la Morena en el altar mayor de Santiago, dispuesta para recibirte, con los brazos abiertos como Madre del Cielo y Madre de todos nosotros. Cuando ya se huele a pólvora en todos los rincones de la urbe por donde pasó el pasacalles. Cuando el pregón de las fiestas está a punto de realizarse, este año con una mujer como protagonista, Isabel Rodes Gisbert y que además va a rememorar la incorporación de pleno derecho de las villeneras en la fiesta, hace ya veinticinco años.

Recuerdo aquellos años, cuando vivía las fiestas intensamente como comparsista. En dianas y retretas, en la ofrenda de flores y la procesión a nuestra madre María de las Virtudes, en la entrada, en la cabalgata y en tantos actos entrañables. En la comparsa, almorzando nuestro plato típico, pataticas al montón o a lo pobre, huevos fritos, sardinas saladas fritas y pimientos o con suerte una gachamiga, regada con un caldo de la tierra.

Cuantas cosas que contar, cuantas anécdotas de todo tipo que decir. Los villeneros y villeneras llevamos en la sangre la idiosincrasia de las fiestas. El amor a lo nuestro, la seriedad y el orgullo de las cosas bien hechas. La devoción fanática a nuestra Morenica, María de las Virtudes. El entusiasmo por todo lo nuestro. Ya que todos estos valores los hemos heredado de nuestros mayores y son los que hacen de nuestro pueblo, una urbe llena de encanto para el turismo y las personas que nos visitan. Teniendo monumentos tan importantes, como el castillo de la Atalaya, la iglesia de Santiago y Santa María, el tesoro de Villena. Al igual que nuestra maravillosa gastronomía, por poner un ejemplo, el arroz con conejo y caracoles, la gachamiga, el gazpacho manchego con conejo, pollo, caracoles, güiscamos y pebrella. Nuestro embutido sin igual, seco o tierno, morcillas, longanizas, para comer crudas o fritas, cuantas cosas buenas tiene mi pueblo.

Por no hablar de la moderna plaza de toros que todavía hay que pagar y que la van a costear todos mis paisanos que viven allí, con los impuestos que impone el Ayuntamiento.

Son tantas las vivencias que me vienen a la mente que haría falta mucho papel para poder plasmar todas ellas y aun así no reflejaría claramente el sentimiento de lo que pretendo decir.

Por eso Villena esta de fiestas, del cuatro al nueve de septiembre. El sol no se pone, la luna alumbra toda la noche, la ciudad no duerme. Los villeneros y villeneras se abandonan unos días a lo suyo, olvidando la cotidianidad diaria. Todo vale, la Morena ya está en el pueblo. El ambiente se hace denso, el olor a pólvora recién disparada es patente. Las tradiciones regresan a su lugar. El pueblo está preparado para albergar en su seno a todas las personas que quieran visitarnos en estos días de alegría y desenfreno popular.

Nada más el artículo acaba aquí, solo me queda recordar a mis lectores que mi pueblo está en fiestas, del cuatro al nueve de septiembre. Y la capital de la Costa Blanca, solo dista cincuenta y ocho kilómetros con un coche en poco más de media hora, en Villena, para disfrutar de este ambiente de alegría compartida.

Manuel Esteban Lozano

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