Empezó a crecer en mí la idea de construir una cruz como la de Jesús
Yo no era lo que podría llamarse una persona creyente. De vez en cuando soltaba un ¡gracias a Dios! al recibir una noticia tranquilizadora, o cumplía con las convenciones religiosas en una boda o un entierro, pero nunca me había interesado profundizar en el asunto de la fe. Pensaba que creer o no creer era algo trivial o accesorio; como mucho lo veía parecido a saltar en paracaídas o practicar alpinismo: un entretenimiento apasionado con el que sobrellevar esta inaprensible y transitoria experiencia de vivir. [Come una aceituna y tira el hueso al suelo.]
Por eso yo mismo me sorprendí del extraño impulso que hace unas semanas me asaltó. Sin razón aparente empezó a crecer en mí la idea de construir una cruz como la que utilizaron para martirizar a Jesús. [Bebe un sorbo de vino tinto de la copa.] Afortunadamente tengo una casa de campo con un almacén de altura considerable, un lugar idóneo para construirla. Busqué toda la información que pude, y desechando los detalles controvertidos o dudosos, resolví concentrarme en los datos esenciales. Así aprendí que los dos maderos que componen la cruz se llaman Patibulum (madero horizontal, de unos 200 centímetros, y que en realidad era el que transportaba el condenado atado a sus brazos por detrás de la cabeza) y Stipes (madero vertical, de unos 250 centímetros, y que ya estaba fijado al suelo en el lugar de ejecución), ambos de pino natural. [Parte un trozo de pan, lo moja en el aceite del plato de aceitunas, y se lo come de un bocado.] Unos días más tarde tenía el Stipes fijado al suelo y el Patibulum apoyado en una pared lateral. Me encontraba satisfecho, pero tenía dudas sobre cómo dar el último paso. ¿Debía clavar el Patibulum al Stipes, así, sin más? Comprendí que para que la cruz estuviera completa necesitaba a una persona en ella, lo que me enfrentaba a serios problemas morales. Y entonces comprendí que la única opción viable era que esa persona fuera yo mismo. No podía obligar a nadie a algo tan
extraño, como poco. De modo que tuve que ingeniar un complejo sistema de poleas para que pudiera manipular yo solo todo el proceso. [Come la última aceituna y tira el hueso al suelo.] Cuando estuve preparado, inserté los brazos en las cuerdas previamente enrolladas y sin tensar en el Patibulum, y con los pies liberé la palanca que elevó el Patibulum y tensó las cuerdas atrapándome firmemente. Como yo había previsto, el Patibulum encajó perfectamente en la incisión realizada en el Stipes, dejándome en la posición clásica, salvo por los clavos. Lo de los clavos ni me lo planteé, me parecía una opción demasiado desagradable y peligrosa. [Moja el trozo de pan que le queda en el aceite del plato de aceitunas y se lo come de un bocado.] Y entonces ocurrió. Oí una voz en un idioma extraño, pero que entendía sin esfuerzo. El tono de voz era firme, aunque me pareció entrever algo de contrariedad. Dijo que la vez anterior todo el sistema de comunicación había sido un desastre, que la máquina y el programa habían fallado estrepitosamente, y que todos los datos se habían mezclado y corrompido, transmitiendo un mensaje segmentado y arbitrario, pero que ahora creían poder transmitir el mensaje en condiciones. [Apura el vino tinto de la copa.] Y en ese momento sentí que mi mente se abría para recibir algo y
, se oyó un chispazo y después se hizo el silencio. [Levanta con las dos manos el plato de aceitunas vacío y rebaña con la lengua el aceite.] ¿Sabe lo que creo? Que en cualquier caso es como si estuviéramos solos [Deja el plato en la mesa.] ¿Otra copita de vino?