En el frigorífico había una cabeza de cerdo sobre un lecho de hojas de acanto
Hacía calor, de modo que abrí el frigorífico y me senté delante, en una silla de la cocina. Un espectador imparcial habría afirmado que el frigorífico estaba más bien vacío, no en un estado de abandono como esos que aparecen en algunas películas de familias pobres, porque lo poco que había en él se veía ordenado y limpio, pero sí habría convenido que reflejaba una cierta desolación minimalista.
La luz blancuzca, como de morgue, se adhería a los productos como un film protector transparente, otorgándoles la apariencia de cosas intemporales o simbólicas. En la estantería del frigorífico que quedaba a la altura de mi cara había una cabeza de cerdo sobre un lecho de hojas de acanto en una bandeja decorada con motivos vegetales, produciendo una ilusoria tautología. Había comprado la cabeza de cerdo el día anterior con la intención de hacerla al horno con vino blanco. La cabeza tenía los ojos cerrados, pero no parecía realmente muerta. Parecía mansamente dormida, con ese ensimismamiento paralizado que el sueño confiere a los seres animados y que los hace parecer ubicados entre dos mundos. El frescor del frigorífico me daba silenciosa y respetuosamente en la cara. Le dije a la cabeza de cerdo: Tu momento todavía no ha llegado. Abrió los ojos, con lentitud, pestañeando varias veces, y contestó: El momento trascendente es una triste invención humana, como el acto de cerrar la bolsa de basura antes de bajarla al contenedor. Me miró recuperándose de la somnolencia. No me sorprendí; hace ya tiempo que dejé de preocuparme por los infinitos y caprichosos fenómenos de la naturaleza. Le dije: Cuando llega el verano, todos parecemos un poco extranjeros. El calor tiene la propiedad de secarnos la humedad del cráneo y de dejarnos con expresión burguesamente enferma. El calor es un astringente para los deseos. La cabeza de cerdo movió el hocico suavemente de un lado a otro y miró las hojas de acanto. También las llaman orejas de gigante y alas de ángel, añadió; los antiguos afirmaban que son buenas para las irritaciones viscerales, pero me imagino que también pueden servir como guarnición en el plato principal de un banquete, o como ornamento sobre la caja fúnebre en un entierro. Cambié mi postura en la silla y giré un poco la cabeza, lo que me dejó un poco ladeado respecto a la cabeza de cerdo y mirando un bote de cristal con restos de tomate triturado. Ahora el frescor me daba principalmente en la mejilla izquierda. Dije: Hoy no ha llegado todavía tu momento, pero mañana te cocinaré al horno con vino blanco. Te cortaré por la mitad, te cubriré generosamente con sal y te acompañaré con patatas. Te tendré unas tres horas en el horno a 180 grados, dándote la vuelta periódicamente, hasta que tu color sea dorado y tu carne esté crujiente. La cabeza de cerdo adquirió un semblante que podríamos definir de estoico. Después dijo: Me parece bien. No dedico mucho tiempo a pensar en los placeres en general. Creo que el proceso universal en marcha es inabarcable para el pensamiento, y que cuando algo o alguien deja de existir, simplemente es como si se retirara una pregunta cuya respuesta no hacía otra cosa que sumar incomodidad e incertidumbre a ese incomprensible proceso. La cabeza de cerdo volvió sosegadamente a su estado de inmovilidad inicial. Cerré la puerta del frigorífico, me levanté de la silla y me fui a trabajar, como cada día, a la asociación protectora de animales de mi ciudad.