Entonces. Circa 1970
Entonces... sí, toca hablar de entonces, en torno a 1970 jugábamos a sabernos el orden de las comparsas. Porque para los niños de Villena era tan útil o tan inútil como saberse los días de la semana, los meses del año, las estaciones. Útil o inútil porque a pesar de nuestra sabiduría o ignorancia sobre estas cosas, éstas se suceden. Cuando perdemos conciencia del tiempo, por ejemplo de los días en un viaje o en una prisión, los días no dejan de pasar. Igual las comparsas. Y lo hacíamos como juego esperando que transitaran las músicas y la fiesta.
Sobre sillas particulares y domésticas engarzadas con ataduras. Sillas de chapa, de enea, de terciopelos... Y nos perdíamos. Sobre todo al principio del bando cristiano, después de los Estudiantes. Esperando a los Ballesteros, nos perdíamos. A los niños nos gustaban mucho los Ballesteros de entonces porque nos recordaban al Errol Flynn de las películas de espadachines y arqueros y al Peter Pan de nuestros cuentos. Los Ballesteros y los Piratas. Éstos por aquello de la bulla y de los barcos de cartón surcando mares de adoquín. Por lo menos al niño que yo era, así le pasaba. Si bien, los más míos, los nuestros, eran los Marruecos, que ya habían desfilado dejando evoluciones bordadas con hermosura sobre la calzada.
Y para el niño que yo era había entonces, además de la parafernalia de las comparsas, otro atractivo fuerte. Eran las brocerías que tiraban desde las carrozas. No sé, pero entre tanto caramelo y juguetes, cuando llega hasta aquí la memoria, también me viene la imagen de un estropajo de estopa propulsado por una catapulta como de plata y pala desde una carroza pirata. Había también otra cosa que, como niños, nos hacía felices en aquellas fiestas no tan masificadas. Era la mayor sensación de libertad. Porque uno se sentía suelto. Sin horarios estrictos, acaso determinados por los festejos. Esto ha sido siempre para mí lo mejor de las fiestas. Esa sensación relajante de no importar apenas el reloj. Otra cosa eran las Embajadas. En el castillo de pega. Que recuerdo más en la Plaza de Santiago. Los textos bravucones resonaban en nuestros oídos de asombro. Admirados de voces engoladas. Y también estaba la Virgen. Ha tenido que pasar el tiempo para que uno vaya entendiendo muchas lágrimas en las fachadas y muchas esperanzas. Y la fe.
Luego vino la juventud. Y la razón se llevó gran parte de la fantasía. También, al margen de nosotros, los afanes por el espectáculo fueron quitando ensueños pero... Pero no dejemos la memoria. Entonces las comparsas las que veíamos desde las sillas sacadas de las cambras eran genealogía. Por generaciones y motes se identificaban las comparsas desde el orgullo de pertenencia a un común heredado y desde la conciencia del bien hacer.
Y no recuerdo güisquis, ni cubatas. Las bebidas eran vinos, cervezas, coñacs y otros licores como cinzanos, anises y cantuesos. ¿Y las pastas?... Un olor de dulce había ido inundando en los días anteriores las calles. Las calles se llenaban con el olor de los hornos cercanos y de mujeres con las llandas que habían preparado para llevar a cocer. Almendrados, rollos de vino, polvorones, mantecados y sequillos. Mi dulce preferido de fiestas. Especialmente me gustaba ver el trajín de las calles por El Rabal. Recién encaladas las casas. Por allí nos llevaba mi madre a recorrer sus infancias. Y a ver a sus tíos y a su prima Pepita la de Caracoles que guardaba y guarda todas las esencias puras y todas las bondades que me recuerdan la parte tan tierna en la memoria, y tan difusa, de mi abuela Josefa.
Yo creo que si amo las fiestas de ahora es porque aún me reviven aquellas del segundo lustro de los sesenta y de los primeros años de los setenta. Luego llegó eso del Congreso el mejor que ha habido sobre la cosa y otras filosofías. Y no sólo han ido desapareciendo chucherías y cales. También la ilusión. Suerte que aún nos queda la querencia por los Marruecos los nuestros, por los Piratas y Ballesteros. Y algún rincón familiar en El Rabal donde ver a la Virgen en procesión para pedirle.