Testimonios dados en situaciones inestables

Entro en la habitación y me sacude un olor a carne vieja y descomposición

Yo nunca le había dado mucha importancia a los sueños, ¿sabe? Toda esa cantinela de la interpretación, de que revelan traumas profundas y deseos reprimidos, pues la verdad es que no terminaba de verla clara. Yo soy (era) una persona equilibrada y sin inclinaciones raras o insalubres o peligrosas, ¿sabe? Pregunte a mi familia o a mis amigos o a mis compañeros de trabajo.
Tengo (tenía) horarios sensatos y actividades razonables, y lo más importante, creo (creía) que mis pensamientos no esconden (escondían) ningún tipo de anomalía o desviación. Y digo creía porque empiezo a estar profundamente preocupado, lo reconozco, ya que desde hace algo más de un mes (sí, quizá desde que comenzó este nuevo año; o quizá más, ¿quién puede asegurarlo a estas alturas?) sueño siempre el mismo sueño, de forma idéntica, como una filmación pregrabada y sellada en un soporte de seguridad, imborrable e ineditable. El sueño es, por otro lado, una completa locura, porque es tan vívido y duro y avasallador que mientras lo sueño, aún sabiendo que ya sé que lo estoy soñando y que sé que tengo que atravesarlo entero hasta el final como un autómata haciendo todas esas cosas horribles (porque las tengo que hacer o no despierto y me paso todo el sueño vagando por ese lugar cruel como si el tiempo no fuera a acabar), siento una tristeza profunda y un asco y una vergüenza hacía mí que me deja completamente vacío, como un pellejo sin cuerpo. [Alrededor de los ojos se le hunde una piel oscura, como el borde de un hoyo donde se haya arrojado ceniza.] El sueño empieza en un pasillo larguísimo con muchas puertas idénticas a izquierda y derecha. No trato de contarlas, porque debe haber más de cien. La visión resulta, a pesar de su realismo, intrigante y fantástica, como esos decorados hechos por ordenador para las películas. Yo voy por el pasillo empujando un carro de la limpieza como esos que se ven en los hoteles. Entro en la primera habitación, y me sacude un olor a carne vieja y descomposición. Veo una cama en la que hay una anciana, y en ese momento sé que he ido allí a limpiar sus desechos. La cama de la pobre mujer es un mar de sedimentos orgánicos que parecen estar ahí desde siempre. Limpiarla parece un trabajo mitológico. Me pongo a hacerlo, y ella me susurra “hijo mío”. La miro pero no reconozco su cara. Le digo que no soy su hijo, y ella añade “gracias”. Me ataca una desazón profunda. No quiero estar allí limpiando aquel hundimiento de la vida. Siento asco. Y sé que tengo que repetir la operación en al menos otras cien habitaciones. Pienso en la gente que hace aquello a diario, y me digo que no sé cómo pueden soportarlo. Pero también sé que yo estoy obligado a hacerlo, o no saldré del sueño. Llorando limpio a más de cien ancianas que me llaman “hijo mío”; y juro que trato de hacerlo lo mejor que puedo. Cuando he acabado, me llaman al móvil. Es del geriátrico, para decirme que mi madre está mucho mejor. Y solo entonces consigo despertar. [Mira como si suplicara que le practicaran una lobotomía.] Mi madre murió en el geriátrico el día de Navidad del año pasado. Yo estaba esquiando en Baqueira Beret. Créame, era un día hermosísimo, ¿qué culpa tengo yo de eso?

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