Estaba solo en medio del océano, braceando para no hundirme, y muerto de miedo
Le han contando lo de mi historia, y usted también quiere escucharla ¡Ja, ja! No la culpo. Si me la contaran a mí, tampoco me la creería. He asumido que esto que llamamos vida escapa a nuestro control. Los [le acerca su cara colocando la palma de su mano derecha a modo de pantalla como para evitar que otros escuchen lo que va a decir] doctores siguen manteniendo que padezco algún tipo de trastorno, aunque no se ponen de acuerdo en si se trata de disociación, inversión o transferencia.
[Se levanta de la silla y se dirige a un rincón.] Me encerraron aquí como medida preventiva. ¿Preventiva? ¿Qué daño podría hacer yo? [Se da la vuelta y la mira desafiante.] ¿Qué gano yo afirmando lo que se empeñan en negar? Según los estudios a los que me han sometido, la historia es lo único que rompe el equilibrio psíquico y conductual de mi [flexión de los dedos indicando comillas] mapa de personalidad. [Da dos pasos enérgicos y se vuelve a sentar.] Mire, ¿sería usted capaz de escucharme con una mente abierta y compasiva? Si fuera capaz, comprendería mi infinita zozobra y soledad. Porque, ¿cómo explica usted mi perfecta dicción en castellano con este aspecto? [Se mira las palmas de las manos como si las líneas y surcos guardaran alguna respuesta.] Yo soy, o era, qué más da, Director Provincial del Banco de Santander en Salamanca. Mido uno noventa, tengo el pelo oscuro y bien cortado, soy hijo único, estoy soltero y mis padres ya murieron. Hace dos semanas, el domingo por la noche, me sentí extraño y cansado, de modo que me tomé un ibuprofeno y me acosté temprano. Pasé la noche intranquilo, y lo poco que recuerdo de lo que soñé es que era un enorme insecto que estaba solo en medio del océano, braceando trabajosamente para no hundirme, y muerto de miedo. Cuando desperté, estaba boca arriba y sin ropa de cama sobre mi cuerpo. Alcé un poco la cabeza, y pude ver que mi cuerpo era más corto de lo normal y que llevaba un delantal blanco con encajes sobre un vestido oscuro deprimentemente sobrio. Al fondo se veían dos pies pequeños, enfundados en sendos zapatos planos y negros, de los que asomaban calcetines o medias de color claro. Levanté mis manos y comprobé que eran rechonchas, pequeñas, morenas y con aspecto desgastado. Avancé mi mano derecha hasta el cogote, y me tropecé con un moño. Miré alrededor y no reconocía la habitación. Con dificultad me levanté de la cama y me puse delante de un espejo que estaba sobre un tocador. Y entonces vi lo que usted está viendo. No era yo. Me había transformado en una mujer, inequívocamente oriunda de algún país hispanoamericano como Ecuador o Guatemala, y vestida con el uniforme clásico de empleada del hogar. Joder, me había transmutado en mujer, inmigrante y empleada del hogar. [Se tapa la cara con sus menudas y tostadas manos.] Daría mi vida por volver a mi despacho, con mi portafolio de piel. [Baja las manos y se estira el encaje del delantal.] Y los señores no dejan de repetirme que me perdonan y que quieren que vuelva a hacerme cargo de la casa cuanto antes. [Endereza el cuello con afligido orgullo.] Kafka no tenía ni idea; yo le habría quitado la pluma y le habría dado una mopa.