Fantástico difícil
Abandonad toda esperanza, salmo 516º
Hay dos tipos de películas: por un lado están las concebidas para satisfacer la demanda del gran público a base del giro de guion fácil, el chiste fácil, la lágrima fácil o el susto fácil (según el género al que se adscriban); esto es, un cine que podríamos llamar, a falta de mejor adjetivo, fácil. Por otra parte tenemos ese cine, que lógicamente podríamos considerar difícil, cuyo discurso se construye partiendo de la personalidad y la voluntad expresiva de su director. A estas alturas resulta innegable que la gran masa de espectadores prefiere el cine fácil, como prefiere el teatro fácil, la televisión fácil o la narrativa fácil. Esto, que parece haber sido así desde siempre, se ha visto potenciado en los últimos años por el desarrollo de las nuevas tecnologías y lo que estas han conllevado: la hegemonía de una cultura de la inmediatez. Hablo con conocimiento de causa: la gran mayoría de mis alumnos de Secundaria y Bachillerato, e incluso buena parte del alumnado universitario al que doy clase, no contemplan en ningún caso la posibilidad de ver cine en versión original, o incluso en blanco y negro (del cine mudo, mejor ni hablamos). De hecho, para muchos de ellos el ocio audiovisual se reduce -al margen de alguna película o serie de gran éxito- al visionado de vídeos (cortos, dada su impaciencia) en YouTube: sobre todo, vídeos de personas haciendo el idiota que, imagino, consiguen que su público se sienta bastante menos idiota que ellos. Y los gatitos, claro. Del porno, también, mejor ni hablamos.
En el fantastique esta dicotomía resulta obvia: dentro del cine fantástico fácil se integrarían los filmes protagonizados por amenazas reconocibles como fantasmas, vampiros, zombis o asesinos en serie, en los que una vez superado el conflicto central todo vuelve a ser como al principio, y el statu quo resulta inalterable. En cambio, hay un segundo grupo, mucho más minoritario por difícil, en el que el elemento fantástico perturba -en el sentido más amplio del verbo- la realidad tal y como la conocemos, y una vez el relato concluye nada, ni siquiera el receptor del mismo, volverá a ser como antes. A este grupo pertenecen, inequívocamente, dos de las adaptaciones al cine surgidas de la narrativa de J. G. Ballard: dejando al margen la autobiográfica El imperio del sol (que fue llevada al cine por Spielberg en una de sus primeras aproximaciones al cine, ahí va otra etiqueta harto curiosa, serio) y una adaptación inédita de La exhibición de atrocidades, el malogrado escritor británico ha dado pie a dos películas interesantísimas... pero solo para espectadores curtidos en el ámbito de lo que podríamos llamar cine fantástico de autor. Me refiero a Crash, con la que David Cronenberg confirmó lo que ya dejaban intuir cintas como Videodrome o Inseparables: que él mismo era el Ballard del séptimo arte; y la reciente High-Rise, que ha llegado a la cartelera española de forma muy limitada. El film, adaptación de la novela Rascacielos (no me pregunten por qué esta vez no han traducido el título como sí hicieron en su día con el libro), supone la entrada de Ben Wheatley en el cine de serie A después de una carrera forjada en los límites de la industria independiente. El director, responsable por igual de cintas tan interesantes como Kill List o Turistas como de marcianadas vacuas del calibre de A Field in England, no tiene más que seguir casi al pie de la letra la novela de Ballard con la colaboración de un espléndido reparto encabezado por Tom Hiddleston para mostrar la innegable decadencia de la sociedad de consumo actual. Por supuesto, como todas las películas que muestran el lado más desagradable de la condición humana, no es plato para todos los paladares. Tampoco lo fueron Saló o La naranja mecánica, cinta esta con la que se la compara en la campaña publicitaria... aunque en el trabajo de Wheatley veo más la influencia de Cronenberg (el concurso de Jeremy Irons no debe de ser casual) que de Kubrick. Una última anotación: como en el resto de sus películas, mientras Wheatley se ocupa de la dirección y Amy Jump del libreto, ambos se encargan al alimón del montaje de la cinta. Una buena prueba de una colaboración cercana que aquí alcanza sus cotas más altas.
Otro director que parece moverse por terrenos marginales es el debutante Robert Eggers, que con La bruja ha convencido a la crítica especializada y a buena parte del fandom pero no al público mayoritario, que cuando acude al cine a ver una película de miedo espera algo más parecido a Paranormal Activity 4. Su película, con guion original del realizador inspirado en varias leyendas de Nueva Inglaterra, propone un relato de terror del que se puede discutir si es verdaderamente sobrenatural o no, con una ambientación histórica cuidada hasta el último detalle (en esto, Eggers sí demuestra ser un digno heredero de Kubrick), y donde se sugieren con gran delicadeza temas tan importantes como el lado más terrorífico de las creencias religiosas, el horror que puede albergar en ocasiones un entorno en principio tan reconfortante como el del núcleo familiar, el despertar sexual como detonante del extrañamiento absoluto de todo aquello que nos rodea o el temor de una sociedad patriarcal a cualquier tipo de poder de origen femenino. Temas estos que emparentan a La bruja con grandes filmes de culto como Valerie y su semana de las maravillas (cinta que pide a gritos una recuperación como se merece) o la prodigiosa En compañía de lobos, puestos en escena con ecos de Dreyer y muy especialmente Bergman, cineasta que firmó dos de mis películas fantásticas de autor (y, claro, difíciles, favoritas): Persona y La hora del lobo. El resultado, con estas referencias, solo puede ser una obra maestra del género.
High-Rise y La bruja se proyectan en cines de toda España.