Hace tanto calor que el sudor se ahoga y se reseca y se pudre en vez de evaporarse
Yo apago el cigarrillo en la taza de café casi vacía y oigo el breve y agónico chisporroteo y veo la sucia ceniza humedecerse y volverse oscura y ligeramente fangosa como una cucharada de engrudo de mala calidad. Estamos en la terraza de un restaurante del paseo marítimo, después de atravesar una comida de sobrios gestos corteses y elocuentes silencios.
Él está sentado frente a mí, con sus opacas gafas de sol, mirando un punto inconcreto en el horizonte del mar, contrayendo los labios en una mueca de insegura resignación. Hace tanto calor que el sudor se ahoga y se reseca y se pudre en vez de evaporarse. En el pesado aire que separa nuestras caras hay masas de tiempo cocidas a fuego rápido. Le digo me doy cuenta de lo que está pasando, ¿sabes?, me doy cuenta de que has entrado en un pesaroso proceso de retirada, de voluntad marchita, y de que dentro de ti hay un nudo que no sabes cómo desatar. Él abandona el horizonte y me dice escucha, Marta, estoy intentando hacerlo lo mejor que sé. Me siento cansado, y
no sé cómo decirlo
quizá suene egoísta, pero me siento como si estuviera viviendo la vida de otra persona. Yo enciendo torpemente otro cigarrillo con mi maltrecha mano derecha evitando la comisura del mismo lado de mi boca, donde desembocan las recientes cicatrices que descienden por mi mejilla como ríos secos en un pozo profundo. Le digo no tienes que decir nada que no quieras decir. Nunca nos planteamos ponerle condiciones a esta relación. Durante casi cuatro años ha sido suave y apacible. Empezó como una evasión placentera y sin compromiso a dos vidas que venían de duras guerras privadas. No podíamos imaginar que podía pasar algo como lo que pasó hace unos meses. Y de verdad que te agradezco este último viaje de verano para estar juntos, este epílogo de una semana un poco raro y dulcemente triste que acaba hoy, en este lugar que sabes que tanto me gusta, cerca del sol que antes era mi aliado. Él juega temblorosamente con la servilleta de tela mirándola a través del amparo postizo de sus gafas de sol, y después de tres segundos dice no soy perfecto, Marta, siento dolor y vergüenza y confusión desde ese día, desde que el accidente nos
no sé cómo llamarlo
ahora es todo tan crudo, tan
de golpe es todo tan importante
tan inevitable
La camarera deja la cuenta sobre la mesa con una reverencia que yo sé que tiene algo de incomodidad por mi aspecto, y él se revuelve en la silla para sacar su cartera y casi tira al suelo mis muletas, que están apoyadas en la pared. Le digo la vida es una bendición aunque nosotros ya no seamos capaces de bendecirla. Mira a tu alrededor, nosotros no somos más que otra historia entre millones de historias que empiezan y terminan bajo un sol prodigioso. Mírame, mira este cuerpo mutilado sin sentir culpa, este cuerpo que iba adormilado a tu lado aquella noche, mientras tú te quedabas dormido al volante. No te lamentes por el hecho milagroso de que a ti no te pasara casi nada y sin embargo yo acabara rota como un portafotos en manos de un melancólico enfermo de párkinson. Mira este cuerpo escrito con el cruel lenguaje del azar y, aunque ya no puedas sentir por él más que una aversión primitiva envuelta en un afecto culpable, sé valiente y di mi nombre por última vez. Ya no existe el rostro que tú acariciabas por inocente vanidad. Di mi nombre por última vez, y escapa.