Como ya les comenté hace un par de semanas, últimamente se me han venido acumulando varias adaptaciones literarias al cómic por comentarles; de hecho, son ya tantas que me dan para dos columnas como poco. Por ello, hoy les hablaré de las que además de haber sido adaptadas al lenguaje de las viñetas cuentan con versiones cinematográficas tan populares o más que las novelas de las que estas parten, y dejaré aquellas que no para dentro de un mes o así. Que tampoco es cuestión de agobiarles, y el tiempo libre para leer es el que es.
Empezaré por una de las mejores novelas gráficas publicadas en nuestro país en los últimos meses, y cuyo valor trasciende con mucho el de ser una adaptación más que competente. Me refiero a Matadero cinco, escrita por Ryan North y dibujada por el español Albert Monteys -sí, el que fuese responsable de Tato y ¡Para ti, que eres joven! en El Jueves- a partir de la novela más celebrada de Kurt Vonnegut. Es bien sabido que este escritor es un claro representante del género de la ciencia ficción en su vertiente más contracultural e intelectualizada: para entendernos, un poco en la línea de un J. G. Ballard o un Philip K. Dick post reinvindicación postmoderna. Y aunque escribió otras novelas tan interesantes como Cuna de gato, Madre noche o Dios le bendiga, Mr. Rosewater, es sin duda Matadero cinco la que le aseguró el recuerdo para toda la posteridad.
A esto último contribuyó y no poco la adaptación al cine que dirigiese George Roy Hill en 1972 y que con el tiempo ha adquirido la pátina de film de culto. No obstante, la película ha envejecido un tanto desde entonces, y desde luego no está a la altura de otros trabajos del realizador como las míticas Dos hombres y un destino y El golpe. Pero, sobre todo, sale perdiendo en comparación con el magistral trabajo de Ryan North y Albert Monteys, cuya colaboración pone de manifiesto muy a las claras que no hay lenguaje que pueda expresar el principal hallazgo de la obra original -el tiempo cronológico entendido de forma no lineal, sino simultánea- de forma tan precisa y brillante como el del cómic. En resumidas cuentas: estamos ante una de esas pocas lecturas anuales que pueden considerarse de las de quitarse el sombrero o, si no se tiene uno, de ir a comprárselo para a continuación poder quitárselo.
También disfrutan de una cierta aureola de mitificación tanto la novela de Françoise Sagan Buenos días, tristeza como la adaptación a la gran pantalla que se estrenó en 1958. En el primer caso, porque el libro de Sagan fue entendido como una ficción que captaba a la perfección el angst de una época y de una generación de jóvenes que, como todas las generaciones de jóvenes, no entendía a sus mayores y se rebelaba contra su legado. En cuanto a la película, ayudó y no poco que la firmase el gran Otto Preminger y que contase con un reparto encabezado por Jean Seberg y dos veteranos como David Niven y Deborah Kerr. Particularmente determinante fue la presencia de Seberg, cuyo triste final responde según la versión oficial de los hechos a que se suicidó mediante una sobredosis de barbitúricos y alcohol a los cuarenta años de edad, aunque nunca han faltado sospechas de asesinato y conspiraciones varias. Esta tragedia marcaría a fuego para siempre todas y cada de las películas en las que intervino, y esta no fue una excepción.
La historia original de Sagan llega ahora al universo del cómic de la mano de Frédéric Rébéna, que nos regala una novela gráfica cuyos personajes, desocupados y autoconscientes en exceso, se desenvuelven en un marco reflejado con suma elegancia y a través de un trazo que recuerda, tal y como señala muy bien su tocayo y compatriota Frédéric Beigbeder en el prólogo del volumen, al del maestro Guido Crepax; si bien sustituyendo el contrastado blanco y negro de las aventuras de Valentina Rosselli por un cálido trabajo al coloreado a cargo de Jean-Luc Ruault. El resultado es, sin duda alguna, una lectura de lo más recomendable.
Y si en los dos casos anteriores la popularidad de la novela original y de su adaptación al cine van casi a la par, al hablar de La torre de los siete jorobados está mucho más presente hoy la película de 1944 dirigida por Edgar Neville y considerada un clásico incontestable de nuestro cine (no digamos ya de nuestro cine fantástico) que no la novela original de Emilio Carrere en la que se basa aquella. Tanto es así que mucho nos tememos que de no ser por el film de Neville hoy muy pocos recordarían esta delirante historia acontecida en el Madrid de comienzos del siglo pasado y repleta de misterios, mensajes encriptados, inquietantes espíritus y sibilinos jorobados.
Como una pieza más, y no de poca importancia, en la recepción actual de un título clave de nuestra literatura popular se añade ahora la adaptación al cómic que firma David Lorenzo. Este autor, nacido en la capital al igual que el novelista y el cineasta, obvia el paso intermedio por el séptimo arte y acude a la fuente original: en su relato aparecen episodios escamoteados en la adaptación fílmica, y el aspecto físico de personajes como Basilio Beltrán -protagonista de tan singular historia, a medio camino entre lo gótico y lo castizo- o el inolvidable fantasma del doctor Robinsón de Mántua poco se parecen al Antonio Casal y el Félix de Pomés que eligiese Neville para encarnar a los personajes de Carrere. En cambio, su estilo caricaturesco y aparentemente desgarbado lo mismo puede recordar a un Edward Gorey (o a su discípulo confeso, Tim Burton) que a algunas muestras de humor gráfico como el de la mítica revista satírica La Codorniz que aglutinó en su seno al grueso de la Otra Generación del 27... en la que, precisamente, se suele incluir a Neville. En mi caso siempre acabo reconduciéndolo todo al cine; incluso cuando se trata de glosar los méritos de novelas gráficas como las tres comentadas hoy, que pueden leerse de forma independiente incluso de las obras literarias que rememoran y actualizan para el disfrute de nosotros, los lectores.
Matadero cinco, Buenos días, tristeza y La torre de los siete jorobados están editados por Astiberri, Planeta Cómic y Desfiladero respectivamente.