La aceitera estaba fuera de su lugar y el bote de sal deprimentemente casi vacío
Mi padre era un hombre bueno. Tenía 69 años cuando murió repentinamente de un infarto hace unas semanas. Vivía solo desde hacía más de diez años, cuando mi madre falleció de un cáncer, pero él no quiso abandonar la casa. Vivía solo porque no quería molestar, decía, y porque podía valerse por él mismo. Nunca se interesó por otra mujer después de mi madre. Decía que ya no tenía edad para eso.
Era un hombre callado, pero amable. Le prejubilaron con 60 años, y desde ese momento llevó una vida tranquila. Decía que estaba cansado, que solo quería descansar. Pero realmente tenía una salud envidiable. Aparentemente. Era enjuto pero fuerte, como esos pistoleros solitarios de las películas de vaqueros. Aparentemente. Le encontramos en el salón, sentado en su sillón, delante del televisor sintonizado en la cadena Teledeporte. Parece ser que el infarto fue fulminante. Acababa de cenar. En la mesa todavía estaba el plato con migas del bocadillo y el vaso de vino sin terminar. Estaba pálidamente amarillento. Llevaba el pijama nuevo que le regalamos por el último cumpleaños. La escena, en conjunto, tenía la tristeza que siempre produce el contraste entre algo nuevo y algo viejo, y parecía como forzada por un sensiblero director de arte. No lloré en aquel momento. Lloré días más tarde, cuando fui a la casa para pensar qué hacer con sus cosas. La casa parecía mantener el tiempo detenido, como cortesía, para no comprometer más la situación. Es curioso ver cómo los lugares guardan su independencia cuando sus moradores ya no están. Si se fija, no se trata de lo que ya no está, sino de lo que queda. Empecé a recorrer la casa. Más allá de las fotografías familiares y de los regalos que se acumulaban en los estantes, me apretó el corazón ver los enseres de la cocina, dispuestos con ese siempre relativo orden del día a día. La aceitera estaba claramente fuera de su lugar. Y el bote de sal estaba deprimentemente casi vacío. Rompí a llorar. En su habitación, abrí el armario y su ropa me pareció más huérfana que yo, como sin alternativas favorables. Al fin y al cabo, yo seguía mi propio camino. En el altillo del armario había varias maletas. Me subí a una silla y las bajé con cuidado. Eran Cuatro, y las dos del fondo resultaron estar claramente llenas de algo, aunque el peso no era mucho. Las coloqué sobre la cama y las abrí sin dejar de sollozar. Y ahora usted piensa que le voy a contar que encontré algo emotivo y significativo que mi padre guardaba como un tesoro. Algo secreto que eleva la imagen de mi padre a una dimensión superior. Pues no. Las maletas estaban llenas de deuvedés de porno japonés. Cientos de deuvedés. Las carátulas mostraban todo el abanico de subgéneros que pueda imaginar. Después de la sorpresa, lo único que realmente ocurrió es que se me acentuó el llanto. No sabría decirle bien por qué. Algunos estuches todavía estaban precintados. Y quizá fue por eso. Porque aquellas películas no las había podido ver. Se había muerto sin verlas. No me importa si me entiende. Estamos hablando de mi padre, no de las conjeturas de usted; o de la vulgaridad de la gente que confunde la limpieza con la moralidad, mientras ensucian el nombre de otros. ¿Tiene usted padre? ¿Sí? ¿Lo quiere? ¿Realmente cree que lo sabe todo de él?