La apelación
En la novela La apelación, John Grisham aborda el asunto de una ciudad sureña de los Estados Unidos en la que una industria química arroja a lo largo de los años sus vertidos tóxicos en las inmediaciones, contaminando los acuíferos y las aguas de las que se nutre la población, con el resultado de multitud de casos de cáncer así como otras dolencias diversas.
Llevado el asunto a los tribunales, el veredicto es favorable a los demandantes que, además, consiguen una suma considerable de dinero a pagar por parte de la empresa. Es precisamente en la apelación a dicha sentencia donde el novelista expone la estrategia del influyente dueño de la fábrica denunciada, para intentar no abonar el millonario cheque impuesto por el jurado. La trama es todo un repertorio de los entresijos del poder para que en la apelación se revoque la sentencia condenatoria, aunque para ello se fuerce la salida de una jueza y se reemplace por otro juez sumiso al magnate sancionado.
Pues bien, esta historia que el propio Grisham se preocupa de indicar que es ficticia, me da el tono para comentar algo que el lector ya habrá adivinado: basuras, olores y demás familia.
Como todo el mundo sabe Villena es el destino de un amplio surtido de deshechos, que tiene su acogida en las empresas del ramo ubicadas en las afueras. Desde diversos foros se ha denunciado que el montante de desperdicios con los que nos perfuman todos los días es considerablemente superior al oficial. Una caravana de camiones tiene como lugar de peregrinación nuestras lindes con el fin de aportar más mierda cada día a la ya acumulada.
Estas empresas acogen en su seno semejante material para alivio de otras comarcas y para enojo de nuestra comunidad local. Todo sea por el vil metal. Sin embargo en este traqueteo de ir y venir de basuras de gran tonelaje ocurre que unos se quitan el putrefacto olor y otros lo aspiran en fiel correspondencia. Seamos solidarios, una cosa el vil metal y otras servidumbres a cambio del Chanel nº 5 y a vivir que son dos días.
Pero sucede que de vez en cuando se nos va la mano y además del fétido
olor, que ya va siendo añejo porque la cosa no va de ahora sino que tiene sus añitos, digo, que la cosa es que, además, los llamados acuíferos se nos contaminan, repito, se contaminan. Es decir que la miseria humana en forma de inmundicia se la traga la tierra, y no llega al infierno porque los demonios nos la devuelven diluida en las aguas para que los filtros y otros cloros trabajen a destajo y no perturben el H2O que tiempo atrás corría caballero por doquier en estos parajes villeneros. A lo claro: la caca llega al agua. Y, ¿cómo nos afecta a los bebedores insaciables, que somos la inmensa mayoría? Misterio. En principio no tengo por qué dudar de quienes se preocupan de que las aguas bajen claras, pero, pero siempre nos quedará el París de la duda; al fin y al cabo somos humanos, o eso dicen.
Es cierto que parte de la población se cabrea y exige que el aire sea limpio, que el líquido elemento sea puro y que no tengamos problemas añadidos de salud fruto de la mano del hombre, del hombre malo. No es de recibo que algún informe de alguna universidad esté en algún cajón esperando no sé qué oportunidad para su exposición pública. Aun a sabiendas de algún reproche por esta última afirmación, hay que decir que el pueblo, el pueblo soberano y veterano, la gente, la ciudadanía, las personas de a pie nos merecemos algo más que el ocultamiento porque, si pasado mañana se demuestra que las bombas fétidas unidas a la basurilla que pueda llevar el agua y que el sr. Cloro no se ha zampado, demuestran, digo, que producen alguna malformación congénita o afecta a los cromosomas o a los genes o a lo que sea y nos volvemos un poco verdes y nos confunden con marcianos, alguien debería, entonces, dar la cara y someterse al veredicto de este pueblo elegido para el tufo, la peste y la gloria. O sea que, siendo transparentes, no nos traten como imbéciles, porque la imbecilidad cada cual la gestiona como puede o sabe.
Yo no quisiera estar en la nómina de la calavera y la hoz haciendo cuentas para llevarme prematuramente por culpa de la irracionalidad de gerentes, dignatarios y dirigentes varios, de antes, de mucho antes y de ahora, que por desconocimiento, por interés inconfesable o por cadena de favores nos abocan al dolor y sufrimiento anticipados. Ya sabemos que algunos asuntos que afectan a la salud, a veces, se manifiestan con retraso, en la prórroga de la vida. Nadie tiene derecho a jugar con nuestra salud. Que cada uno se deteriore como mejor le venga en gana pero, por favor, que la incompetencia, la avaricia y la ineptitud no sean nuestro ataúd, y mucho menos pleitear con Satanás.
Fdo. Francisco Tomás Díaz