La decencia ordinaria y la decadencia política
El director de cine francés Jacques Becker acuñó el término decencia ordinaria en los años 50 para ensalzar los valores de las clases populares, eso que ahora se llama la gente de la calle. Sus películas son un homenaje a las personas sencillas que afrontan las dificultades cotidianas con una honestidad ejemplar y ejemplarizante.
La decencia no podría entenderse sin la dignidad. Esa otra cualidad humana ligada a la autoconsciencia que nos permite sentirnos orgullosos de lo que somos. Que nos inspira a comportarnos con responsabilidad, seriedad y respeto hacia nosotros mismos y hacia los demás, sin dejar que nos humillen.
La crisis socioeconómica, a pesar de sus efectos perniciosos, ha servido paradójicamente como un auténtico revulsivo para reivindicar el protagonismo de la ciudadanía contra los abusos de las élites económicas y políticas. La exigencia ética se ha transformado en una premisa ineludible para gestionar los asuntos y los recursos públicos. La permisividad frente a la corrupción y la pasividad frente a ciertas prácticas indeseables ya no tienen cabida en política. Si bien es cierto que existe el riesgo de que los populismos se valgan de esta inercia para tergiversar los argumentos, manipular a la masa con mensajes demagógicos y adulterar la democracia en beneficio propio.
Entre los dirigentes, sean del partido que sea, siguen existiendo actitudes que manifiestan una palpable reticencia a asumir que las cosas están cambiando. Al margen de lo que dicen, sus acciones les delatan, los ponen en evidencia y les restan cualquier atisbo de credibilidad. Los recientes nombramientos en la fiscalía del Estado o en Anticorrupción y en la judicatura de la Audiencia Nacional son solo un ejemplo que demuestra cómo el Partido Popular intenta combatir sus casos de corrupción con un nepotismo y un amiguismo inaceptables.
Un político que comete un delito de prevaricación, asociación ilícita, financiación ilegal o malversación es un delincuente y debe cumplir la condena que le imponga la correspondiente sentencia. Un político que se equivoca o es incapaz de solucionar los problemas, puede pedir disculpas, dar las oportunas explicaciones, corregir los errores o dimitir, si fuera necesario.
Pero cuando un político no solo es ineficaz, torpe o no está capacitado para dirigir una concejalía o un ayuntamiento, sino que usa el engaño y la mentira como procedimiento habitual con el propósito de excusarse, justificarse, eludir las sospechas o tomar el pelo conscientemente a los vecinos y vecinas, también deja de ser decente y se convierte en alguien decadente. Con la probabilidad, además, de arrastrar en su caída al partido, al gobierno o al municipio al que representa. Es entonces cuando, por dignidad, está obligado a abandonar el cargo institucional y volver a ser un ciudadano de a pie. Dedicarse a la política no es fácil. Vivir cada día, tampoco.