Opinión

La «Época» de la berrea

El paso del tiempo no hace más que confirmar que AFD ha dejado de existir. A día de hoy, nos atrevemos a decir que la vida de Andrés Ferrándiz Domene acabó, precisamente, aquel fatídico día 4 de septiembre, justo en el mismo momento en el que, por causas todavía desconocidas, decidió arrojarse por la borda del Kontiki, sobre las templadas aguas del Mediterráneo, cuando el barco efectuaba la travesía Santa Pola-Tabarca.
Desde su desaparición, nadie ha reclamado su cuerpo. Este dato, no obstante, resulta poco revelador, ya que mientras Andrés estuvo vivo tampoco hubo nadie que lo reclamara. Y es que el cuerpo de Andrés Ferrándiz Domene, amén de no haber sido nunca reclamado por mujer alguna, resultó ser siempre un cuerpo un tanto atípico y extraño. Un cuerpo, podríamos decir, por debajo de lo normal. Mirándose al espejo, Andrés había soñado en más de una ocasión con unas Fiestas en las que todas las personas fueran vestidas de paisano. En las que todas y todos pudieran amarse y ligar en igualdad de condiciones, sin escalas ni rangos. Andrés también había imaginado unas fiestas nudistas, en las que el Cabo Huertas acaparara todos los premios, restándole protagonismo al mismísimo Tito. Unas fiestas no textiles, sin trajes ni artificios, en las que las filas y los bloques masculinos se organizaran en base al tamaño del miembro viril y no a la estatura. En las que se consiguiera romper con el clásico esquema que coloca siempre a los más altos en el centro y a los más bajitos a los lados. Unas fiestas populares de verdad, en las que aquellos que sobrepasaran los veinte centímetros pudieran pertenecer a una Escuadra Especial, y en las que aquellos que la tuvieran muy pequeñita participasen en el desfile de la Esperanza. Unas fiestas patronales en las que todos aquellos que tuvieran gran cantidad de vello púbico pudieran decir en el gimnasio, a la hora de la ducha: “yo es que salgo de Marrueco” o “es que me estoy dejando barba para Fiestas”.

Andrés, como casi todos los hombres del mundo, había soñado con poder disponer de unas gafas de vista que permitieran ver a la gente desnuda. Por ello, mientras observaba los desfiles, imaginaba cómo serían las Fiestas si nadie llevara ropa. Todos allí desnuditos, en pelota picada, cogidos del brazo como Dios los trajo al mundo, con el “monigote” despendolado, moviéndose arriba y abajo si lo que se interpreta es un pasodoble, o haciéndolo lenta y pausadamente, de izquierda a derecha, si los compases pertenecen a una marcha mora. Todos allí dando saltos, con el capitán y el alférez colgando. Porque Andrés, que no gustaba de llamar nunca a las cosas por su nombre, cada vez que se refería al capitán y al alférez estaba haciendo alusión a los testículos, porque siempre van juntos a todos los “actos”.

Andrés había sentido más de una vez en sus carnes los sinsabores del gofre a media tarde, cuando sentado en una silla plegable de madera derramaba sobre su camisa lágrimas mezcladas con chocolate o mermelada. Andrés simbolizaba la amargura de ese adolescente rechazado por las féminas, con la frente llena de granos y espinillas (como una tableta de chocolate Crunch) y el bigote a media flor, confundido entre la infancia y la etapa adulta, entre el complejo de Edipo y el de El Marino Corsario en la Troya, que sostiene y aprieta entre sus muslos, llenos de migas, un bocadillo de sobrasada, para poder aplaudir el paso de las bandas y los cabos.

Y es que, según contaba su madre, el pobre Andrés se pasaba las noches enteras llorando de desamor. Al parecer, cuando se levantaba de la cama, debido al llanto, su cuerpo presentaba el aspecto de una lengüeta mojada en un vaso de leche. Porque Andrés siempre estuvo enamorado. Uno de sus grandes amores fue una aparadora quince años mayor que él que daba de mano y cosía forros justo en frente de su casa.

Al acercarse la Navidad, Andrés se ponía muy triste porque sabía que su gran amor se iba de cena con la empresa y acababa hecha una loca en la Época. Porque Andrés, aunque pareciera tonto, sabía que una aparadora en una cena de empresa es más peligrosa que tomarse un poleo con agua del azud de la Marquesa, como diría Mateo… Y es que la Navidad en Villena, si se caracteriza por algo (aparte de la lotería de las comparsas y los calendarios que regalan en los restaurantes chinos), es por la terrible noche de las cenas de empresa. La noche de los ciervos y la berrea, como el propio Andrés la definía. La noche del celo, en la que los machos que ya han desarrollado completamente su cornamenta inician las luchas para quedarse con las hembras, y viceversa…

Andrés había llegado a confesarle a su psicoanalista que su gran fantasía sexual era la de que una aparadora se enamoraba de él, y que aquella chica se quitaba poco a poco el guardapolvo, mientras en la radio sonaba de fondo la canción You can leave your hat on, la misma que Joe Cocker interpretaba en Nueve semanas y media, para acto seguido acabar amándola sobre un saco de tarea.

De aquel amor imposible nos han quedado tan sólo unos cuantos poemas llenos de ternura que debieron ser escritos por Andrés en la época de Pascuas y que dicen así:

Yo te conocí jugando
Por los prados de Bulilla
Yo era un niño del montón
Tú la más bella chiquilla.

No hace falta, sabe Dios,
Demostrar lo que te quiero
Si te vas me quedaré
Como el Grec sin Chambilero.

Yo te dije: “si te arrimas
Comerás monas del Dimas”
Tú dijiste, medio en broma:
“esas son del Mercadona”.

Como a una niña que llora,
te ofrecí mi cantimplora
llena de fanta caliente
un lunes de San Vicente.

Y en Martínez Olivencia
te abracé con impaciencia,
y en un banco del Paseo
nos besamos con deseo.

Y en la fuente el Garrofero
Te dije lo que te quiero
Y en la fuente del Bordoño
Me comí todo tu… bocadillo (que anda que no estaba bueno, con aceitico y tó).

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