La importancia de llamarse Ernesto
Reconozco que había pensado dejarlo pasar, más que nada porque entrar a debatir con quien demuestra tan poca capacidad de comprensión lectora resulta aburridísimo, pero me lo he pensado mejor y me voy a tomar la molestia de responder a Don Ernesto Pardo Pastor, que en una carta publicada hace unos días me acusa de una sarta de estupideces dignas de cualquier Antología del Disparate.
No se crean que no me gusta que me critiquen, más bien al contrario, porque además de regalarme una columna hecha ello da pie a confrontar opiniones, cuestión de la que siempre se aprende, al menos, siempre que las opiniones que vengan de la otra parte tenga un mínimo de sentido o, cuando menos, estén basadas en la realidad de lo criticado, pero cuando se inventan afirmaciones o se pone en mi boca cosas que yo no he dicho sólo quedan dos opciones: o quien critica no sabe leer o manipula y miente. La primera de las opciones es triste; la segunda sólo asquea y provoca repulsión. Ignoro de qué pie cojea el artista, pero el patinazo ha sido mayúsculo.
Como comprenderán, una vez leídos los argumentos del eximio Sr. Pardo lo primero que he hecho ha sido repasar lo que yo escribí, no sea que tuviera él razón y a mí se me fuera la columna de las manos. Pero leído y releído el escrito compruebo que la carta del egregio Sr. Pardo no es más que una auténtica patraña, una letanía de despropósitos demagógicos sin más finalidad que meterme caña, aunque para ello haya que inventar cosas que yo no he afirmado en ningún momento. Que la realidad no te estropee un bonito titular, dicen algunos periodistas. ¿Qué importa la verdad para soltar un poco de bilis?, habrá pensado Don Ernesto.
Me acusa el insigne Sr. Pardo de defender la conducción después de tomar unos vinos o unas copas o tras fumarse unos porros, cuando lo que yo dije es que coger el coche tras tomar dos vinos cenando o una copa es una actividad de riesgo. ¿Les parece a ustedes lo mismo? A mí no. Y me acusa, igualmente, de hacer apología de la barbarie, demostrando que le son totalmente ajenas figuras retóricas como la ironía o la hipérbole. Es cierto, Don Ernesto, que recomiendo en mi columna destrozar, robar y agredir, pero basta el contexto para comprender que lo que estoy haciendo es denunciar la impunidad que culpa de una legislación impresentable ampara a los delincuentes y sufrimos los ciudadanos decentes, los que trabajamos, cotizamos y pagamos impuestos. Si usted o yo la hacemos, la pagamos. Pero si la hace un chorizo, sea un yonki o un promotor inmobiliario, en unas horas a la calle, uno a seguir robando para conseguir su dosis y otro a las Bahamas a quitarse el estrés de su última Suspensión de Pagos. Así las cosas, lo dije entonces, lo repito hoy y, mientras no cambie el panorama, lo seguiré manteniendo, le pique a quien le pique y le joda a quien le joda.
Con todo, lo que más gracia me ha hecho ha sido eso de que el cementerio está lleno de seguidores de su tesis, mayormente porque mi tesis es en realidad la suya, esa que se ha inventado usted. Y tiene más gracia, si cabe, que lo diga quien, en una vergonzante intervención que nunca debería haber sucedido, y mancillando el Salón de Plenos de nuestro ayuntamiento, allí donde reside la esencia de la Democracia, hizo una lamentable apología de una dictadura y un dictador que sí que han llenado cementerios para desgracia de sus infortunados moradores. Así se las gasta el Sr. Pardo.
Y termino. La importancia de llamarse Ernesto, para muchos la obra cumbre de Oscar Wilde con permiso de El retrato de Dorian Gray, es una maravillosa comedia que arremete de manera ácida contra la hipocresía, la doble moral, la sociedad tradicional y los meapilas que se arrastran servilmente ante el poder, y no quiero mirar a nadie. Una obra que, además de divertidísima, supone un canto a la incorrección política y un brindis por aquellos que se atreven a decir que el rey va desnudo, que es lo que yo hice en mi columna, ni más, ni menos. ¡Salud!