Estación de Cercanías

La Indiferencia

Dicen que esta actitud es el estado de ánimo que no siente inclinación ni repugnancia. Lo que viene a ser lo mismo que el “me resbala” del argot callejero o el tan utilizado ni frío ni calor. Y sinceramente, hay ocasiones en las cuales me gustaría que se apoderase de mí y me proporcionase el magnífico estado de bienestar que intuyo lleva adjunto el practicarla, ahorrarme con ella la impotencia ante las injusticias o la rabia ante las desgracias.
Quién pudiese sentirla al igual que muchos padres que quedan inalterables ante los comportamientos de sus hijos, hijos que nos molestan mientras comemos con sus gritos y sus carreras, más propias de patios de escuela que de restaurantes, o destrozan aquello que es de todos. O aquellos que con ella se construyen antifaces para no ver más allá de lo que sucede en su cercano alrededor de escasos metros. Quién pudiese dejarse llevar por ella cuando te sientes pequeño y manipulado por los grandes, los que están arriba, o los que se creen rozar el cielo y la gloria porque algún distintivo o cargo o posición les hace vivir en ese engaño y se aprovechan de ello haciendo hervir tu sangre y tu razón cuando entran en batalla interior lo que debes y lo que quieres hacer. Porque ella, la que te hace verlo todo sin que nada te afecte, seguramente será de gran ayuda para afrontar ciertas situaciones de la vida.

Lo que ya no envidio de los pasotas, de los que se han dejado llenar su vida por un continuo perseguir de logros y disfrutes propios que les cierran la amplitud de miras y de sentimientos, de los apáticos a los que nada les importa, porque no se consideran parte de nada, es que esta conducta que deja en la inopia a los más importantes valores humanos, como la ayuda al semejante, la sensibilidad ante la desgracia ajena o el respeto por la vida y la libertad de los demás, les haya convertido en simples máquinas de la observación, en alienantes humanos ante situaciones como la vivida semanas atrás en una playa italiana, lamentable suceso que nos dejó la imagen de los cadáveres de dos niñas muertas por ahogamiento esperando a la funeraria y de dos bañistas que, a escasos metros, las observaban como quien contempla tomar el sol al vecino de arena.

Inalterables, impasibles, como si de una película se tratase. Esta cruda y explícita demostración de la gélida indiferencia que nos rodea convulsionó Italia y a una servidora, y fue publicada por multitud de medios de comunicación, llegando a desatar duras críticas del arzobispo de Nápoles, provincia donde ocurrió el desgraciado suceso. El titular de este obispado comparó la pasividad de los veraneantes con las toneladas de porquería que invadieron meses atrás las calles de la referida ciudad, haciendo un llamamiento a la reflexión sobre esta actitud que no es novedad, porque muchos recordarán las imágenes de la paliza a un inmigrante en el metro y la total evasión del único viajero del vagón, que, aferrado a su dispositivo de audio, dejó pasar la agresión sin mover ni un solo músculo para intentar evitarla o por lo menos ayudar a la agredida.

Y es terrible comprobar cómo los cuerpos sin vida de dos niñas no son capaces de alterar en lo más mínimo los planes de playa y disfrute de los presentes, que una vez conformes en su conducta cívica, al llamar a los equipos de rescate, permanecen impertérritos, comiendo y tomando el sol, ajenos totalmente a la desgracia. Porque no es la suya. Porque sencillamente les ha pasado a otros.

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