La mesa de camilla, a escena
En este tiempo en que el cielo emblanquece nuestra atmósfera y caben las palabras heladas a medio camino de otro tiempo en que los cuerpos petrificados buscaban refugio en una mesa de camilla, con su brasero encendido, los recuerdos me devuelven la imagen de un salón que se hinchaba con el vapor de las bocas. Llenos de miradas congeladas alrededor de unas faldas de camilla, que se daban a la conversación perpetua; de unas piernas que se resistían a un calor que nos hervía las rodillas. A pesar de encoger las espaldas descubiertas de un helor que viajaba por toda la casa.
Han sido muchos los recuerdos que se agolparon el otro día cuando fui a visitar a mi tía Angelita (la de los huevos de oro, que llaman mis hijos, porque siempre les obsequia con huevos Kinder), cuando nos ofreció refugiarnos del frío intenso de la calle en su mesa de camilla. Que recuerdos. Cuantas tardes de invierno sentada al calor de la mesa de camilla, tomando esas tazas de chocolate caliente que animaban las tertulias sobre libros y música, las interminables partidas de parchís con los amigos, los deberes del colegio que arrestaba las ganas de juego, esas comilonas de pipas viendo las películas de los sábados. Sentados los miembros de la familia comenzaba el ritual de ver quién era el guapo que se levantaba para ir a la cocina a coger lo olvidado, hasta para hacer nuestra necesidades se nos resistía la voluntad de encontrar pasillos de convento sin un animo de calor, y ni que decir tiene, que la vuelta era una carrera por el fuego, que algunas veces, quemaba las suelas de nuestros zapatos.
¿Cuántas cosas habrá oído la mesa de camilla? Las historias de mi abuela, las aventuras de la vecina del segundo, los chistes de los amigos de mis padres y sobre todo las anécdotas de mi tía, que daban para unas carcajadas que nos salían del alma. Bajo aquellas faldas había todo un mundo: unas manos enamoradas que se buscaban, unas castañas asadas que se hacían lentamente encima del brasero, unas ropas que secaban la humedad atrapada en sus fibras viejas y unas patas de cabra que recorrían las venas de la pobreza. La mesa de camilla se adornaba según los gustos de cada casa, con unas faldas que acariciaba los muslos de la madera rematados con unos manteles de ganchillo o con manteles que se cambiaban, solo, en días especiales. Tapada con las faldas se le daba el remate con hule de plástico, para preservar y poder limpiar fácilmente el uso cotidiano de las comidas. Alzando el hule se encontraba la escasa contabilidad de la familia (siempre a mano), con recibos de luz, agua hasta el recibo más odiado, que nombramos el de los muertos.
Son los años de juventud que todavía siguen buscando la mesa de camilla, que por añorar, echo de menos cuando me decían arrímate al brasero y enseguida todos te hacían un lao en la apretujada mesa. En esa estación de mantas pesadas que apenas calentaban los presagios de casas reconfortantes de calefacción, la mesa de camilla alimentaba el ardiente deseo de la próxima primavera.
Eran otros tiempos me dirán algunos, otros recuerden esas tardes o días especiales en torno a tan simbólica pieza, que a pesar de su sencillez cobra importancia a través de los años. La comodidad que nos da la calefacción nos roba las prolongadas tardes de una vida pasada, que mirada en la distancia parece ser mejor para nuestras relaciones personales pero que dejaba como mármoles a unos dientes que temblaban con el sonido del que tiene un frío de narices.
Este artículo se lo dedicó a una tía mía que se merece todo mi cariño por lo que representa y porque con ella las tardes de invierno junto a la mesa de camilla son más entrañables.