La Navidad a ras de suelo
Cuestionaba EPDV la pasada semana si La Navidad ha perdido en la actualidad su significado, y desde luego, si como significado se entiende el origen puramente católico de estas fechas, la respuesta es positiva. Pero independientemente de este sentir, y creencias aparte, considero muy importante la posibilidad que brindan estos días de poder acercarnos a los nuestros de un modo diferente a como lo hacemos el resto del año.
Si una tradición forjada en torno a una creencia es capaz de hacer enterrar pequeñas rencillas o simplemente facilitar el acercamiento de quienes han estado alejados por las causas que fuesen, bienvenida sea, ¿no les parece? Por todo ello considero que deberíamos entender estos días como ese periodo de reflexión que propicia la consecución de paz interior y del bienestar de transmitir, y al tiempo poder sentir, la cercanía con los más queridos, sin cuestionarnos en demasía cuál es el origen de su celebración.
Pero lamentablemente esto también se está perdiendo al difuminarse tras las cortinas cegadoras que forman miles de diminutas bombillas, porque si hay una señal inequívoca en las fiestas navideñas es la iluminación de calles, comercios y casas. Luces de colores que combinan verdes, rojos y amarillos, para así, en la oscuridad de la temprana noche invernal, hacer resaltar sus siluetas, ser reclamo para clientes y crear un ambiente acogedor que te recuerde a cada paso qué fecha marca el calendario. Pero engañosamente ese candor esconde una parte oscura y les voy a contar el por qué de esta afirmación: El pasado puente de la Constitución anduve por tierras toledanas, y aprovechando la cercanía con la capital, y para que los niños viesen la tan famosa iluminación madrileña, allá que fuimos el sábado por la tarde (nosotros y medio millón de personas más) a pasear desde Alcalá a la Puerta del Sol. Inenarrable. Ríos humanos que cual borreguillos caminábamos unos tras otros en la misma dirección guiados por un no-sé-todavía-qué instinto. Intuición divina que detenía a muchos en cualquier administración de lotería que se topaban a su paso y conseguía que cuadrillas de jóvenes y no tan jóvenes, luciesen felizmente, porque eran un regalo, unas horribles pelucas de colores que como reclamo utilizaba alguno de los comercios circundantes del kilómetro cero. Y como buen rebaño, todos mirando en la misma dirección, hacia el cielo, hipnotizados por preciosas luminarias típicas de estas fechas y por destellos comerciales que se empecinaban en poner precio a los sentimientos.
Y en ese ambiente, tan dichoso en apariencia, pude distinguir su cara oculta, al ver el reflejo de unas fiestas que cada día más están perdiendo su verdadero significado para rendirse a la imposición de adquirir regalos materiales como muestra de amor, amistad o compañerismo. Porque entre todo el gentío, toda la luz, toda la música y todos los empujones lo único que consiguió realmente devolverme a la cordura y remover mi conciencia fue la visión de una joven mujer extranjera que, sentada en una pequeña caseta metálica, extendía su mano para pedir limosna. Tenía la mirada ausente y perdida entre miles de pies que totalmente ajenos a su presencia pasaban por su lado, y hasta llegaban a pisarla, sin reparar en ella.
Y en ese brutal contraste, en los escasos centímetros que separaban la pobreza extrema y el consumismo cegador, por un momento me sentí ella. Y todo lo que me rodeaba dejó de tener importancia al percibir la desesperación de la pobreza y el verdadero valor de las cosas, pues al apartar la mirada de la luz embaucadora puede ver el asfalto, y las esquinas, y a personas que viven estos días a ras de suelo, ignorados por unos ojos que sólo miran hacía arriba. Felices Fiestas.