Opinión

La traca final: La «Historia de Villena» según Andrés Ferrándiz Domene

Como ya saben nuestros lectores, ha llegado el momento de despedir a nuestro querido AFD. Tras más de sesenta entregas, y habiendo culminado el proceso con la publicación del libro “¡Día 4 que me fuera! Aventuras y desventuras de un villenero universal”, creemos que ha llegado la hora de poner un punto (¿final?) a las andanzas de este pobre hombre, cuya vida, en apariencia insulsa y anodina, representa esa otra cara de Villena (y por supuesto de sus Fiestas) de la que, hasta ahora, apenas se tenía constancia o poco se había escrito.
Eso sí, antes de despedirnos de nuestro autor, queremos publicar parte de lo que se presuponía debería haber sido su gran obra. Estamos hablando, ni más ni menos, que de la Historia apócrifa de Villena. Obra incompleta, de la que sólo se han podido obtener algunos episodios aislados e inconexos, que hacen referencia directa a la Historia de nuestro pueblo y a su evolución. Y es que Andrés Ferrándiz, como buen estudioso e investigador, dedicó gran parte de su vida a la búsqueda de cualquier clase de datos o informaciones que pudieran hacer referencia a la Historia de nuestro pueblo, a sus fiestas y su gastronomía, al comportamiento de sus gentes, al origen de sus costumbres y tradiciones... Andrés había obtenido por CEAC, mediante correspondencia y sin salir de casa, los títulos oficiales de historiador, arqueólogo, paleontólogo y mecánico dentista. También, gracias a este conocido sistema pedagógico, había podido aprender a tocar los timbales, la gaita y el fagot sin necesidad de saber solfeo, y obtenido los diplomas de ventrílocuo y sexador de pollos, así como el carné de manipulador de gofres y pelotas (de relleno, por supuesto). La obra, como podrán comprobar enseguida, es todo un referente necesario para ahondar en el conocimiento de nuestra tierra. Se trata, pues, de un auténtico documento histórico escrito por un gran conocedor de la vida local, que se convertirá, por su lenguaje sencillo y directo, en una guía imprescindible para todos aquellos que quieran saber más acerca de los orígenes de nuestra cultura.

La obra, bautizada por el propio Andrés con el título de “Érase una vez Villena”, comenzó a ser escrita en Tabarca, cuando el autor se recuperaba de un corte de digestión, tal vez provocado por el hecho de haberse metido al agua antes de que pasaran dos horas desde el momento en que se había terminado de comer un bocadillo de calamares en salsa americana, y pretende dar a conocer las líneas maestras de la evolución de Villena desde acontecimientos fundamentales como la aparición del Homo Gachamiguerus o el descubrimiento del Timbalero de Atapuerca hasta nuestros días (incluyendo el cambio de fecha de la Romería o la prohibición de sacar garrafas y niños en brazos durante los desfiles). Estamos convencidos de que su publicación revolucionará muchos de los esquemas que se tenían hasta la fecha acerca de la Historia de nuestro pueblo, y hará tambalearse algunos de los cimientos que la sostienen. Gracias a este proyecto, AFD permitirá al lector comprender el cómo y el por qué de la aparición de esa raza única e incomparable que son los villeneros.

La Cueva del Cochino
Al parecer, los primeros vestigios de ocupación humana en nuestra zona se remontan a la fase final del Paleolítico medio, fechada aproximadamente entre los 50.000 y los 40.000 años antes de nuestra era, y fueron hallados en la denominada “Cueva del Cochino”, situada en la Sierra del Morrón. Hay que decir, para empezar, que el nombre de la cueva es significativo, ya que tal vez haga referencia a la gran cantidad de “cochinos” que existen todavía en nuestra ciudad. Me estoy refiriendo, de forma directa, a todos aquellos que se dedican diariamente a tirar cosas al suelo, a ensuciar las calles y los parques, y a dejar que sus mascotas hagan de cuerpo en las aceras (eufemísticamente hablando) sin detenerse luego a recogerlas. Y es que, tal vez sea comprensible que los hombres y mujeres del Paleolítico medio no estuvieran del todo concienciados de la necesidad de mantener limpio El Morrón, ya que no existían papeleras, ni contenedores, ni bolsas de basura perfumadas, ni fechas destinadas para la recogida de muebles y enseres, ni campañas que dijeran “¡Morrón: te vamos a poner guapo!”. Lo que es imperdonable es que, en pleno siglo XXI, haya todavía alguien capaz de tirar al suelo una bolsa de gusanitos, o un paquete vacío de tabaco, o un cartucho de castañas, o un catálogo del Carrefour… Y es que, pese a ser anecdótico, no deja de ser curioso el hecho de que el origen de nuestro pueblo tuviera lugar en aquella cueva.

Lo que también sabemos es que aquellos primeros cazadores, nómadas en un principio, debieron morar en nuestro término hasta un momento bastante avanzado de la última glaciación. Al parecer, las grandes heladas obligaron a estos hombres a emigrar hacia climas más benignos como los de Santa Pola, Calpe o Benidorm, ya que, al parecer, hartos de comer tanta carne de caza y tanta rechigüela, decidieron ir en busca de alguna marisquería o lonja de pescado que los liberara de aquel exceso de grasas y mantecas. Aquellos nómadas acabarían convirtiéndose en sedentarios, es decir, en personas que tenían mucha sed. Para aplacar aquella sensación decidieron inventar algunas bebidas de carácter místico y espirituoso como el Cantueso, el Kataki, la Mistela o el Café Licor... Debido a los altos índices de delincuencia que se registraban en aquel periodo (provocados sobre todo por el tráfico y la venta de armas de sílex a otros poblados como El Salse o Benejama), se decidió construir una cueva de alta seguridad en la zona. Lo que nadie se podía imaginar es que, allí mismo, milenios más tarde, se construiría también un triste centro penitenciario conocido como “la cárcel de Villena”…

La civilización Gachamiguense
Tras sus orígenes en la Cueva del Cochino, y después de aquella glaciación, la continuación del proceso humano se halló en otra cueva del paraje denominado La Huesa Tacaña, en las raíces occidentales de la Peña Rubia. Estos nuevos ocupantes de nuestro suelo, aficionados, entre otras cosas, a volar en ala delta, fueron conocidos por el nombre de Homo Gachamiguerus, y su presencia en la zona dio lugar al que tal vez sea el periodo más influyente para nuestra civilización: El Gachamiguense.

Los primeros instrumentos que elaboraron estos hombres, coincidiendo con el descubrimiento del fuego, fueron sartenes, estrébedes y paletas. Gracias al fuego, y a la fabricación de estos objetos, aquellos hombres pudieron obtener las primeras gachamigas. A partir de entonces, la gachamiga se convertiría en la base de su alimentación, si bien, en la mayoría de las cuevas de aquel periodo también se han hallado restos calcinados y petrificados de caldo de cocido elaborado a base de tocino, tuétanos, codillos, mollicas de ternera, muslos de pollo, alas de gallina, blanco, apio, nabo, chiribía, garbanzos, patatas y azafrán. En cuanto a las características del Homo Gachamiguerus, podemos decir que se trataba de un ser muy sociable –todo lo contrario que sus antepasados–, al que le encantaba madrugar los domingos y quedar con los amigos para irse de almuerzo. Si bien ya era bípedo, la posición de su cuerpo no estaba todavía completamente erguida. Éste hombre andaba un tanto agachado, con los brazos prácticamente tocando el suelo. Dicha postura le permitía remover la gachamiga con comodidad y le facilitaba otra serie de actividades como vendimiar, coger robellones, atarse las cordoneras, jugar a la petanca, al burro y al teto y saltar a la pídola. Aquel hombre no lograría ponerse completamente erguido hasta el descubrimiento de la bota de vino. Gracias a este descubrimiento, aquel ser consiguió ponerse más tieso que un chopo, echar la cabeza hacia atrás y descubrir la existencia del firmamento y de los astros que lo conforman. Este momento de la evolución acabaría siendo fundamental para nuestra especie, ya que, en el futuro, permitiría efectuar gestos endémicos como dirigir la mirada hacia los balcones, beber a gallete o divisar los fuegos artificiales desde una terraza la noche de la Alborada. No obstante, existen algunas teorías evolucionistas que sostienen que el proceso evolutivo del Homo Gachamiguerus fue completamente inverso al del resto de seres humanos, ya que, según se ha podido demostrar, se trataba de un homínido que empezaba el día siendo bípedo, pero que cuando llegaba a su cueva, generalmente de madrugada, solía hacerlo a cuatro patas, o incluso a rastras, imitando el movimiento de los reptiles.

Otro de los momentos cumbres de nuestra civilización lo marcaría el descubrimiento del ajo. Dicho descubrimiento daría lugar a la denominada Edad del Ajo o Ajoceno. La Edad del Ajo comienza en el mismo momento en el que una pareja de Gachamiguenses macho queda una mañana para almorzar, y en medio de un bosque de coníferas se encuentra con un mortero, una maza, un huevo, una cabeza de ajos y una garrafa de aceite. Tras juntar y remover todos los ingredientes en el mortero, la pareja logra obtener una especie de salsa viscosa y amarillenta de fuerte sabor, ideal para untar en el pan tostado y acompañar el arroz a banda y las patatas al horno. Durante un tiempo, aquellos hombres creyeron que aquel alimento mágico y sagrado era el sexo, debido en parte a los terribles ardores corporales y fuegos internos que sufrían por la noche. También hay corrientes que opinan que, debido a la serie de violentas deflagraciones que salían de su esófago y de su esfínter cada vez que eructaban o se ponían en cuclillas, aquellos hombres fueron los descubridores del Gas-ciudad. El caso es que, debido a todas estas creencias, nuestros ancestros destinaban y ofrecían al ajo toda clase de ritos y danzas. Al parecer, las primeras estatuillas veneradas por estas culturas eran cuerpos con forma de mortero y cabeza de maza en cuyas bocas se incrustaban rudimentarios dientes de ajo tallados en marfil. Aquellas figuras eran conocidas con el nombre de morteretes. La adoración de estos símbolos mítico-religiosos garantizaba, al menos, cuatro años de sueldo fijo y de cotización a la Seguridad Social. En aquella época llena de supersticiones, los hombres que tenían el poder sobrenatural de talar el ajo eran considerados como brujos o hechiceros, y era por ello por lo que se les sacaban los ojos, se les cubría de perejil y eran sacrificados y machacados encima de un enorme túmulo con forma de almirez. La llegada de la mayonesa supuso un duro revés para aquella cultura. Aparte de propulsar el descubrimiento de la ensaladilla, hay que decir que la mayonesa poseía, entre otras cosas, la cualidad de ser mucho más suave que el ajo y de no provocar halitosis. Fue entonces cuando las hembras empezaron a preferir a los machos que comían mayonesa (mayonesosexuales), en detrimento de los que sólo sabían hacer y catar ajo. Baste decir que una terrible epidemia de salmonelosis, surgida a raíz de un bautizo, fue la que dio al traste con toda aquella Época.

A la Edad del Ajo seguiría, por orden cronológico, la Edad de la Torrija: momento histórico en el cual se cree que pudieron surgir los primeros movimientos pacifistas. Y es que hay que decir que, por aquel entonces, estos hombres de carácter beligerante utilizaban las barras de pan duro como arma para golpear al adversario en la cabeza y hacer factibles sus conquistas. Se cree que fue un villenero el primero que optó por cortar el pan duro en rebanadas y remojarlo en leche y huevo con el fin de ablandar tan peligrosa arma. Aquel mismo villenero, inventor de la torrija, acabaría siendo nominado ese mismo año para la obtención del Premio Nobel de la Paz…

La Edad del Truque
Tras finalizar aquel periodo llegaría la denominada Edad del Truque: una etapa marcada por el descubrimiento de la baraja y el cubalibre, que supondría, sin duda, uno de los momentos más importantes para el devenir de nuestra cultura. Los habitantes de aquel periodo, descendientes directos del Homo Gachamiguerus, eran conocidos con el nombre de Truquelopitecus. Los primeros Truquelopitecus eran seres de hábitos nocturnos que disponían de extremidades superiores dotadas con cinco dedos completamente desarrollados que les permitían barajar y repartir las cartas con destreza, así como sostener puros, agarrar vasos de tubo, tirar confetis, cortar jamón o deshacer tortas de gazpacho. Aquellos seres poseían ya sentido del ritmo, y eran capaces, además, de realizar gestos desconocidos hasta entonces como levantar las cejas, mover los hombros o cucar los ojos. Se cree que estas señas, anteriores a la aparición del lenguaje, pudieron ser las primeras formas de comunicación humana. La mayor proporción del cerebro (algunos de ellos nacían incluso con una ramificación nerviosa llamada “borla”), y un incremento notable en la capacidad craneana respecto a sus antepasados, les permitía llevar a cabo complejas operaciones matemáticas como llevar la cuenta de los cubatas que se tomaban, apuntar porras y contar hasta treinta y uno. Para aquellos hombres, los números diez, once y doce no existían, y todos pensaban que después del nueve venían la sota, el caballo y el rey. En cuanto a las primeras chinas, hay que decir que en un principio eran enormes trozos de piedra o roca que podían llegar a alcanzar hasta los veinte kilos de peso. Una noche, durante una partida celebrada en la Cueva del Lagrimal, un hombre resultó muerto después de que su compañero de juego le arrojara una de estas chinas a la cabeza por no haber envidado con treinta de “liao”. Este hecho hizo que la Junta Central se planteara sustituir aquellas piedras por garbanzos o granos de maíz.

Al caer la noche, los Truquelopitecus abandonaban a sus mujeres y a sus crías en la caverna con la excusa de ir a cazar, y se dedicaban a jugar y a beber hasta el alba en sedes y tugurios excavados en la roca. Para aquellos hombres, era terrible comprobar que la noche había terminado, y se ponían agresivos al ver que no había nada abierto a esas horas y no tenían adonde ir. De aquellos lugares salían completamente ebrios, abrazándose unos con otros, emitiendo melodías festeras con sonidos guturales (Amparito Roca y Tomás Ferrús, sin ir más lejos, pertenecen a aquella época), y en tal estado no soportaban la idea de tener que volver a la caverna a reunirse con sus familias. La única alternativa que quedaba para seguir la juerga y mitigar el frío al caer la madrugada era cogerse del brazo, compartir una botella de Cantueso y desfilar a través de cabezos, lomas y montañas. Podemos decir, por tanto, que nos hayamos durante esta época ante los albores de lo que serían las primeras dianas: desfiles, como ya hemos dicho, terriblemente duros y complicados, que habían de llevarse a cabo sobre terrenos generalmente abruptos y escarpados. Fue precisamente durante uno de estos desfiles cuando uno de aquellos hombres exclamó: “Necesitamos una calle Ancha y una Corredera para dotar a nuestras Fiestas de un marco incomparable”. Aquel proyecto, aprobado en asamblea por unanimidad, puede que sea el único en toda la Historia de nuestra ciudad en el que todos los ciudadanos han conseguido ponerse de acuerdo. Como dato anecdótico, hay que apuntar que ya en aquella época el sueño de todos los villeneros era poder comprarse y vivir en una de aquellas cuevas con balcón construidas a lo largo de las calles Ancha y Corredera.

Baste decir también que estos primeros desfiles eran muy insulsos ya que no había bandas de música. Todo cambió con la aparición de la Unión Musical de Bolbaite, precisamente coincidiendo con el descubrimiento del timbalero de Atapuerca: tal vez el músico más antiguo de la Historia de la Humanidad. El primer desfile duró apenas veinte minutos, y en él participaron unos cincuenta festeros provistos con pieles de oso y hachas de piedra. Todos ellos iban encabezados por el jefe de la tribu, el cual iba haciendo de cabo con el fémur de un mamut. No sería hasta bien entrada la Edad de Bronce cuando surgieron las primeras espadas y cimitarras de metal, que otorgaban un mayor esplendor y gallardía al movimiento de estos cabos.

Nacen los puticlubs…
Aprovechando la coyuntura, algunos hombres emprendedores, con cualidades empresariales y gran visión para los negocios, decidieron abrir los primeros puticlubs y las primeras churrerías. También hubo quien tuvo la idea de montar una superficie comercial llamada Diagonal Center: una mezcla de supermercado, pizzería y videoclub que abría las veinticuatro horas del día, pero que tuvo que cerrar por falta de clientela. También hubo un señor proveniente de Bélgica que montó un pequeño burguer en la Calle Mayor (más o menos enfrente de donde estaba el Fabri). Aquel lugar era conocido como “el belga” y en él, los noctámbulos y los trasnochadores (sobre todo aquellos a los que les entraba “el hambre” después de haber fumado hierba o hachís) podían comer hamburguesas y perritos calientes antes de retirarse a sus cuevas. Aquel negocio tampoco llegaría a prosperar.

En un principio, los puticlubs eran centros de reunión para hombres donde los cubatas estaban algo más caros que en los bares y en los que con un poco de suerte se podía disponer de un habitáculo provisto de un colchón de piedra sobre el cual poder aparearse durante media hora, aproximadamente, con un Australopithecus. Y es que, la escasez de mujeres de vida alegre en aquellos tiempos obligaba a estos hombres a tener que desfogarse con aquellos primates en pleno proceso evolutivo. Para ello, y con el fin de hacer más reales sus fantasías, los depilaban de pies a cabeza, les echaban perfume y los vestían con lencería fina…

…y las churrerías
Al igual que sucediera con los puticlubs, las churrerías llegaron a convertirse en poco tiempo en uno de los principales negocios de aquella Villena prehistórica, tan carente como la actual de alternativas lúdicas y lugares de expansión. Las primeras churrerías florecieron a orillas del Vinalopó, ejerciendo las funciones de último refugio para los trasnochadores y de primer punto de encuentro para aquellos que habían decidido madrugar. En aquellos lugares, caracterizados por el intenso olor a humo de tabaco y aceite frito, se daban cita cuadrillas de cazadores, guardias civiles, profesionales del servicio de recogida de basuras y limpieza, jubilados de culico inquieto y grupos de ciclistas. Junto a ellos, también se podía encontrar a un buen número de hombres de mirada vidriosa y paso falso, que no se habían acostado en toda la noche. La aparición de las churrerías daría lugar al que los historiadores consideran el invento más importante y revolucionario de la Humanidad. Estamos hablando de la rueda de churros. Tras ser inventada, la rueda de churros pasaría a convertirse en un elemento fundamental para el desarrollo tecnológico del hombre. De este modo, y gracias a ella, se consiguió facilitar la labor de los timbaleros, quienes, hasta entonces, habían de sufrir lo indecible para arrastrar los timbales durante los largos recorridos de los desfiles. Otro de los colectivos favorecidos por este invento fue el de los vendedores de coco. Ni que decir tiene que la incorporación de la rueda y el consiguiente descubrimiento del carrito, supuso todo un alivio para estas personas que históricamente se habían visto obligadas a transportar sus mercancías, de pueblo en pueblo, sobre rudimentarios y pesados tablones de madera. Todo ello de un modo muy similar al que todavía utilizan algunos de nuestros vecinos para trasladar las toñas y las monas por la calle, desde el horno hasta sus casas, durante la época de Pascuas. La rueda también posibilitó la aparición de las primeras carrozas y tractores.

La rueda de churros, pues, agilizó el ritmo de los desfiles y engrandeció la Fiesta, dando origen a nuevos inventos circulares como el rollo de vino, el confeti, la gola, las plazas de toros, la mesa de camilla, las tortas de gazpachos, las paelleras, la zafa, el plato combinado o el pendiente de aro. También gracias a este invento nuestros antepasados aprendieron a jugar al corro Manolo y a dar vueltas alrededor de la farola de Santiago la noche del día 3. Pero si algo hay que agradecerle a la rueda, es el hecho de haber facilitado la aparición del carromato. Invento que daría origen a un breve, pero fructífero periodo, conocido con el nombre de Chambileriense. La estornija, la longaniza seca, la comba, las camisas de cuadros, las cazadoras vaqueras, las zapatillas Tórtola, las cantimploras, los póster de Leif Garrett, pero sobre todo el coyote, son algunos de los objetos provenientes de dicho periodo. Objetos encontrados en los yacimientos de Bulilla, las Cruces y el Grec, que fueron hallados junto a numerosos cráneos que presentaban marcas y hendiduras de huevo duro tanto en la frente, como en las regiones parietal y occipital.

El don de la palabra
Los historiadores sostienen que debió ser también por aquel periodo cuando se produjeron las primeras formas de comunicación verbal entre los villeneros. Estamos hablando del lenguaje articulado mediante palabras, ya que hasta entonces sólo se utilizaban como medios de expresión las señas del truque, los golpes en la mesa y el vocablo: ¡Chacho! ¡Chacho! Se cree que la primera frase compuesta que salió de boca de un villenero se produjo en un bar a las siete de la mañana, y fue: “échame una chorraica de coñac”. Y es que, al parecer, los hombres de aquel periodo, todos ellos fuertes y aguerridos, estaban hartos de tomarse el café solo. Aquella frase pondría fin a todo un periodo de oscuridad y aburrimiento dando lugar a la denominada Edad del Carajillo o Carajillense. De aquel periodo provienen también los calenticos, el sol y sombra, el tegüi (té con güisqui), el anís dulce, el manzapol, el Belmonte y las máquinas tragaperras.

Aun así, hay que decir que todo lo mencionado no era más que el preludio del gran acontecimiento que supuso la aparición del “Tesorillo del Cabezo Redondo”. Y es que en dicho Cabezo, al parecer, se llevaron a cabo las primeras verbenas. Allí se cree que existió la primera pista de baile de carácter municipal, pues tras las diversas excavaciones realizadas se pudieron encontrar innumerables restos de vasos de tubo, tickets de bebida, porras de guardia jurado, carteles de orquestas pachangueras, váteres destrozados, panochas rosigadas, chilabas con manchas de ketchup y mostaza, etc. Lo que también se cree es que los primeros puestos y kioscos de juguetes y golosinas surgieron en nuestra ciudad merced a la iniciativa de un antepasado del Tío Jaime. Incluso hay constancia de que el mismísimo Alejandro Magno, antes de participar en cualquiera de sus batallas, pasaba por Villena para comprar en uno de estos puestos toda clase de dulces y confites, con el objeto de repartirlos entre los niños y niñas más desfavorecidos de Grecia y Mesopotamia. También hay constancia de que sus ejércitos portaban garrafas de agua limón con café licor para hacer más ameno el traslado hacia los campos de batalla y que algunos de sus soldados, cuando el emperador estaba distraído, se salían de la fila y se dedicaban a echar la capa al suelo y a dar volteretas entre los vítores y aplausos de sus compañeros de tropa.

Después de esto, ya no hubo prácticamente nada. Sólo sabemos que a finales del siglo XI existió una gran polémica suscitada por la construcción del Castillo de la Atalaya; que se creó una plataforma contraria al proyecto; que surgió una Asociación de Afectados por el Castillo, y que, a raíz de aquello, se recogieron un gran número de firmas para que las obras no se llevaran a cabo. A partir de entonces, la ciudad quedó dividida en dos grandes bloques –uno de partidarios y otro de detractores–, que nunca llegaron a entenderse. Así ha sido y será siempre nuestra Historia…

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