La última faena del Niño del Flequillo, un puntillero juvenil
La verdadera tortura que subyace en las corridas de toros no es solo la sufrida por el bravo animal mientras agoniza en el albero. Es la que toda una población está soportando hace ya demasiados años, desde que un monumento local se convirtió en arma política arrojadiza. Una vergonzosa situación que se recrudece y repite machaconamente cada vez que se acercan las elecciones municipales, marcando a fuego y sangre la actualidad villenera. Algo que resulta asqueroso y demencial. Menuda tomadura de pelo.
Esta semana hemos asistido desde el burladero a la última y sonada faena protagonizada por el Niño del Flequillo, experto en el manejo del capote y en dar puntillazos certeros. Hay que reconocer su valor. A pesar de ser bajito, no se amilana. Es de esos toreros a los que les gusta el riesgo, arrimarse al morlaco y zafarse en el cuerpo a cuerpo con mano diestra, fascista, para levantar pitos y aplausos en el tendido a partes iguales. Desde luego, no deja a casi nadie indiferente. Él lo sabe y se regodea en su suerte.
Sin embargo, esta vez la cogida por el pitón izquierdo le ha ocasionado una herida que tardará en cicatrizar. Se veía venir. Le han cortado la coleta, aunque algunos quieran cortarle otra cosa que pende. Pero no le importa, pues siempre ha sabido lo que se jugaba cada vez que salía a la plaza. Su cuerpo está cosido de afrentas anteriores y no le dan miedo los cuernos porque se los ha puesto a quien ha hecho falta. Con sus largas cambiadas, ha toreado al cándido Pacojavi del Girasol o a la mismísima Faraona Gaviotera. ¡Olé!
Sus demagógicos brindis al sol despiertan pasiones encontradas que, por supuesto, busca deliberadamente. El Niño del Capullo se niega a compartir cartel hace tiempo porque nunca se ha fiado. Pero el más agraviado es otro miembro de su misma cuadrilla, el Bienpeinao. Se rumorea, incluso, y no es descabellado pensarlo, que han llegado alguna vez a las manos. Desde entonces los estoques se guardan bajo llave, por lo que pueda pasar. Y es que el ego y los utensilios de matar los carga el diablo.
O si no que se lo digan a los antitaurinos más activos, los miuras del activismo animalista, que participan del espectáculo en la zona de sombra, hasta que salen a la luz una vez al año. Ya se sabe, una corrida en septiembre no hace daño. Con sus pañuelos, pataleos y pancartas manifiestan su radical oposición a la tauromaquia que, para ellos, empieza con la misma letra que tortura. Una plataforma en defensa de la vida de los animales que, como ocurre con los protaurinos, actúa también de altavoz partidista. Los opuestos se necesitan para existir. Y en medio de los extremos, las víctimas, el resto de la ciudadanía.
Quizá todo sería distinto si no existieran los toros de lidia. Si solo se criaran para ser vendidos como mascotas domésticas. Si las ganaderías bravas se transformaran en granjas de gallinas productoras de huevos (vaya paradoja). Si todos fuéramos vegetarianos. O si el pasado se pudiera rescribir a nuestra conveniencia, algo que no pasa ni en la fantástica serie (en varios sentidos) El Ministerio del Tiempo.
Lo que sí se puede escribir es el futuro, a pesar de que pueda estar hipotecado por culpa de gravosas herencias. Siempre nos quedará el Niño los Trajes (sin luces). Ese sí nos ha sacado los cuernos y nos ha toreado bien. Que le den... el rabo. Maldita sea.