Las animamos a aceptar caramelos de hombres a las puertas del colegio
Mis hermanas y yo llevamos una vida nómada. Cada año lo pasamos en una ciudad distinta. Utilizamos periodos de un año sobre todo por las niñas, para que puedan cumplir con los cursos escolares. Mis hermanas y yo somos viudas, y entre las tres juntamos nueve niñas comprendidas entre los cinco y los once años. Son una manada encantadora, educada y responsable, que hacen todo lo que les decimos.
Empezamos a llevar esta vida cuando murieron nuestros maridos hace ya cuatro años y tres meses. Teníamos que hacer algo para olvidar y salir adelante. De modo que esto empezamos a hacer. Vamos de ciudad en ciudad e inscribimos a nuestras niñas en los mejores colegios. Nunca más de un año. Ya habrá tiempo para sentar la cabeza. Por ahora ellas son lo más importante. Y a ellas les encanta vivir así. Les encanta hacer nuevas amistades cada nuevo curso, y como se han acostumbrado a este ritmo de vida y no sienten mucho arraigo, no sufren cuando volvemos a mudarnos. Además, saben que es lo mejor, sobre todo para no dejar pistas. [Enciende un Camel con la elegancia de una antigua década en blanco y negro.] Ellas son nuestra razón de vivir. Las animamos a aceptar caramelos de hombres mayores a las puertas del colegio o en los parques infantiles. Las animamos a aceptar invitaciones en voz baja para montar en coches de hombres sudorosos. Las animamos a encantar a hombres grises sentados en solitarios bancos de plazas públicas. Son unas verdaderas golosinas con coletas que serían capaces de deshacer a un obispo con una fulminante sonrisa. Y alguno ha habido. [Expulsa una bocanada de humo que baila sobre sí como una serpiente.] Hay toda una multitud de hombres deseando acercarse a nuestras niñas, y nosotras las animamos a que propicien que eso ocurra, a que esos hombres rocen con las puntas de sus dedos la posibilidad de caer en el pozo prohibido de sus deseos. [Tira la ceniza con un leve y ágil toque del dedo índice.] Y entonces aparecemos nosotras. [La ceniza cae sobre el suelo de cemento del sótano.] Nunca saben cómo ocurre. Practicamos muchas horas al día para que así sea. Caemos sobre ellos y los anestesiamos sin que les dé tiempo a saber qué pasa. Inmediatamente los trasladamos al lugar del sacrificio. Siempre llevamos con nosotras nuestra coqueta mesa de operaciones portátil. Una verdadera obra maestra de la tecnología. Los tumbamos sobre ella y procedemos a la extirpación completa del origen de sus incontrolables apetitos. Hemos aprendido a hacerlo de modo que a las pocas horas los hombres, aunque con dificultades, puedan volver a su casa. No queremos hacerles perder su valioso tiempo. [Apaga el cigarrillo sobre la mesa de metal justo donde hay otras señales de otros cigarrillos.] Dejamos que las niñas vean toda la operación. Imagínese cómo disfrutan cuando ven esa parte separarse del cuerpo. El más sincero júbilo las envuelve. Tenemos ya una heterogénea colección de varios centenares, que quizá algún día donemos a algún museo de ciencia natural. Por ahora, preferimos dejar que las niñas las utilicen para sus juegos. Ya sabe, la infancia pasa tan deprisa; y nosotras solo queremos que recuerden esta época como la más feliz de sus vidas.