Las moscas se paraban sobre mi barriga portadora de vida y se frotaban las patitas
Hoy hace mucho calor. Mi hija Ida nació en un día de mucho calor. Pero era agosto. De eso hace mucho tiempo. Fue la séptima en nacer. Pero si contamos los abortos en diversas fases de gestación, debía ser la decimotercera. Habíamos decidido que si era niña la llamaríamos Ida, como yo. Todos sus hermanos mayores eran varones. Todos lo abortos anteriores también eran varones, o lo parecían. Ella era la primera niña. Ida significa feliz, más o menos. Quiero decir que la explicación es más larga. [Se abanica con la revista Muy interesante, de modo que el temblor de la mano se disimula.]
Tenía que nacer en septiembre. Se adelantó. Estoy casi segura de que fue por el calor. Hacía mucho calor. Yo me pasaba las horas sentada en el patio, con mi enorme barriga a la sombra, abanicándome y mirando los insectos. Había muchos insectos. Pero las más atrevidas, como siempre, eran las moscas. Se paraban sobre mi barriga portadora de vida y se frotaban las patitas. Cuando hacen eso en realidad están regurgitando jugos digestivos en las patas. Luego los aplican a la comida. Preparan la comida para digerirla. Hacía mucho calor. Yo podía sentir cómo todo fermentaba a mi alrededor. Podía sentir la vida orgánica explotar, angustiada, cercana a la putrefacción. El calor pudre las cosas. Las moscas son portadoras de muchas enfermedades. Seguro que lo sabe. Pero también aportan beneficios. Algunas especies polinizan plantas. Llevan la vida de un sitio a otro. [Para de abanicarse y se quita las gafas de leer.] Mi hija nació muerta. Se adelantó. Era una cosa gelatinosa. Tenía un aspecto azulado o grisáceo y estaba helada. Quizá quiero decir fría, no me haga caso. Dicen que el número siete es el de la buena suerte. Y que el trece, sin embargo, atrae la fatalidad. Póngalos en la balanza. Siete son los pecados capitales. El capítulo trece del Apocalipsis profetiza la venida del Anticristo. Según la clasificación de Baltimore existen siete tipos de virus. Los integrantes de la última cena eran trece. Los días de la semana son siete. Trece es el número de basílicas originales de la cristiandad. [Mira el jardín del centro geriátrico a través de la ventana.] Yo dejé de sentirla. Hacía mucho calor. Notaba las patitas de las moscas cuando se paraban en mi barriga, pero dentro no se movía nada. Leía libros de veterinaria y de animales y de medicina. Soñaba que iba a la universidad y me sacaba el título de veterinaria y ayudaba a nacer cabritillos y animales así. Yo tenía cuarenta y dos años y seis hijos varones, y también seis abortos. Mi marido enloqueció. Nunca volvió a tocarme. En los treinta años siguientes, hasta que murió, no dijo más de cien de palabras. Se volvió loco, y yo me dediqué a soñar que iba a la universidad y me sacaba el título de veterinaria. No dejaron que me la quedara porque nació muerta. Yo quería quedármela y conseguir que algún especialista la embalsamara. No quería que se pudriera. Me parecía cruel con aquel calor. Los niños muertos no deberían pudrirse. Los sacramentos son siete. Trece semanas dura cada estación. [Abandona la visión del jardín y abre la revista con un interés desproporcionado.] Hoy hace mucho calor. Mi hija Ida nació en un día de mucho calor. Pero era agosto. De eso hace mucho tiempo.