Las Pascuas de mi infancia
Lo pasábamos tan bien, era tan divertido. Aquellos días reflejaban unas costumbres de gentes sencillas
La llegada de la primavera muestra la variedad de árboles aromáticos: pino, almendros, manzano… Los campos llenos de amapolas aguardaban pacientes el vuelo incesante de los pájaros.
En mi infancia los días de Pascua eran una explosión de alegría, domingo de estreno, de sentimientos encontrados: de fe y de fiesta. Como siempre, la celebración de la Pascua era la llegada de procesiones, de penitencia y de echar cierre a la vida cotidiana.
En Villena se disfrutaban tres días de fiesta contando el domingo de Ramos, repartidos tradicionalmente. El primero, siempre, daba comienzo con la salida al campo situado en Bulilla. Mis hermanas y yo, con los vestidos recién estrenados, disfrutábamos el momento. Todos juntos, mis primos y nosotras, iniciábamos la caminata cantando canciones populares para entretenernos. Acompañadas de una cesta, que guardaba la merienda en su interior y la típica mona con su huevo duro y agua para la sed del camino.
Lo pasábamos tan bien, era tan divertido. Acudían personas de todo el pueblo en familia y cuadrillas de adolescentes con sus primeros amores. Se agolpan los recuerdos de canales de regadío llenos de agua fresca y transparente. Buscamos caracoles esbozando alegría en nuestras sonrisas. Jugamos a la pelota, a pillar o al escondite… eran corredurías de la infancia ¿Y esto será así para siempre? Preguntaba sin cesar. Aquellos días reflejaban unas costumbres de gentes sencillas.
El segundo día tocaba ir al Grec. Era tarde de comprar helados del carromato de la heladería Francés. ¡Que ricos los famosos coyotes helados de dos sabores! ¡Estaba tan ilusionada con que llegara ese día! La misma fiesta campal, gentío por todos los lados. Sentados en grandes manteles dispuestos para la sabrosa merienda o simplemente disfrutando del paisaje. Los años en los que sol rompía con más fuerza se intentaba buscar las sombras de los arboles más frondosos. A la vuelta, traíamos la cesta adornada de hojas y flores de olores silvestres. Conseguíamos traer los cuerpos cansados y cargados de emociones.
Y el tercer día, “llamado el de las Cruces”, subíamos a la montaña. En medio de matorrales se buscaba un sitio donde poder saltar a la comba y en alguna roca grande se descansaba para tomar aliento o sacar a volar la vieja cometa ¡Que recuerdos, tan buenos! Cuando en el horizonte se dibujaba la luz tenue del atardecer, aunque con esfuerzo, se recogían las risas, las canciones, los juegos… se volvían con la ilusión puesta en el año siguiente.
Mientras el corazón me saltaba en la garganta y las venas me palpitaban como si la sangre fuera un panal lleno de abejas bailarinas, no podía creer que tanta alegría y nostalgia fuera capaz de tocarme hasta el último poro de mi cuerpo y de mi alma.
Por: Fabiola Martínez Espinosa