Cultura

Las Pascuas Villeneras

Y, bueno, terminaron el pasado fin de semana las “tapas”, llamadas en esta ocasión Villena a bocaditos (¡Oh, my God! ¿Qué haremos ahora?), lo que nos deja al pie de los actos de Semana Santa: desde siempre esforzados en su labor y reivindicadores de atención en todos los sentidos: religioso, económico y participativo. El caso es que tras las procesiones prescritas para tales fechas llegan las pascuas, como se llaman aquí, o las vacaciones de primavera que podríamos llamar desde el otro lado, para encontrarnos con la “devastación” que anunciara –o certificara– hace años el juntaletras José Valdés en su sección “La gente de Valdés” en este mismo periódico.
Valdés, también conocido por El Fraile, tomaba como referente el comentario de “el chambilero” (quien acudía a los puntos de encuentro pascueros para vender “helados” al personal con un carromato refrigerado), para sentenciar la muerte de la tradición pascuera villenera: “Pepe, me parece que este es el último año que vengo”. Bulilla, Las Fuentes y Las Cruces morían aquel mismo día. Y aunque la verdad es que Las Cruces es un lugar todavía frecuentado el martes de Pascua, Bulilla y Las Fuentes siendo ya escasamente visitados el domingo y lunes de pascua, terminaron de agonizar con la fantasía de Los Jardines de El Grec uno y con la apertura de un prostíbulo el otro (o no; sería cuando la construcción de la autovía, no tengo espíritu de historiador, lo siento). Sea como fuera, allí se perdían unas importantes y multitudinarias citas tradicionales. Se perdía una importante afluencia de gente en un lugar y un momento, cuyas intenciones eran comer la mona, jugar a la correa, volar la cometa, golpear la estornija y demás (era como ver al público del Aupa Lumbreiras, pero sin escenario ni conciertos, explico para la juventud).

El caso es que tradición o no, legítimamente hablando, las “romerías” a Bulilla y al Grec se han perdido pese a largos años de tradición y nadie se arranca las vestiduras al respecto. Allí fue mi abuelo, fue mi padre y fui yo (quien sabe si también mi bisabuelo o mi tatarabuela) y a nadie le importa que hayan desaparecido –a mí tampoco–. Lo que me hace pensar en el énfasis en que tantas otras cosas no mueran en el tiempo, que sean tan importantes, que obtengan tantas mentes acérrimas en su defensa. ¿Como qué? Como el asunto taurino, se me ocurre como ejemplo. Y lo digo en conciencia de que cumple todos los requisitos para desaparecer de las cabezas de nuestra descendencia en apenas un par de generaciones: ¿qué es mejor entonces, aceptar los dardos de la fortuna injusta o hacerles frente con obcecada vehemencia? (sí, es Hamlet en traducción libre).

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