Las últimas siete cartas eran del banco, con mi nombre mal escrito
Volví de las vacaciones y tenía un montón de correo en el buzón de casa. Una parte importante era la típica, colorista y empalagosa publicidad de hipermercados, ópticas, ferreterías y compañías telefónicas. También había algunas cartas de clínicas dentales ofreciéndome servicios gratis, lo que siempre me hace sentirme un poco culpable, porque ellas (las clínicas) se gastan un pastón en esa publicidad para además regalarme una limpieza dental, y yo nunca voy.
Las últimas siete cartas eran todas del banco, con los mareantes extractos de movimientos y avisos de domiciliaciones. Pero mi sorpresa fue que habían escrito mal mi nombre en todas ellas. Habían escrito Lydia en vez de Lidia. Antes de que me fuera de vacaciones me llegaban las cartas del banco con el nombre perfectamente escrito. No había ningún motivo para que ahora llegaran mal. Con esa desagradable aprensión que producen los problemas administrativos pequeños o ridículos, llamé al banco. Una mujer me atendió con mucha amabilidad, y sin darme explicaciones me dijo que las próximas cartas ya me llegarían bien. Al cabo de unos días (quizá una semana), llegaron dos cartas del banco, pero ahora el nombre estaba escrito al contrario, Lidya en vez de Lidia. Sintiendo un estrechamiento del estómago que yo siempre relaciono con el aviso lejano de la ira, volví a llamar al banco. Ahora me atendió un hombre de voz joven. Se disculpó diciendo que quizá había habido algún problema informático (que es la excusa perfecta contemporánea para todo tipo de negligencia), y que en ese mismo momento estaba rectificándolo en la base de datos para que desde esa fecha me llegara la correspondencia sin errores. Colgué el teléfono con el vago presentimiento de que la realidad no ofrecía muchas garantías para la confiada alegría. Y efectivamente, días más tarde llegó otra carta del banco con el nombre de nuevo mal escrito, pero ahora ya rayando el despropósito absoluto, pues aparecía como Lydya en vez de Lidia. Pensé que a) se estaban riendo de mí, lo cual era incomprensible tratándose de una entidad bancaria supuestamente seria y de primer orden; b) algún trabajador de la entidad bancaria estaba riéndose de mí, lo que parecía más probable, pero también difícil de admitir, pues sería una forma tonta y frívola de poner en peligro su puesto de trabajo; y c) alguien externo al banco tenía acceso al sistema informático y estaba manipulando los datos cada vez que los rectificaban para fastidiarme, para lo cual había que presuponer que alguien que debía de conocerme tenía algún motivo para querer fastidiarme (o no: el mundo está lleno de gente haciendo cosas que no tienen la más mínima explicación). Decidí hacer una última llamada, pero esta vez insistí hasta que conseguí hablar con el director de la entidad bancaria. Con actitud paciente escuchó toda mi explicación, para después contestarme con voz desapasionada que según los datos que tenía en su poder el banco había hecho todo lo posible por subsanar el error, y que sería mucho mejor si yo reconsideraba mi posición y me planteaba seriamente conservar a todos los efectos el nombre de Lydya. Como banco, y con la crisis actual, estamos sujetos a un gran estrés, y no podemos desviarnos de lo esencial. Y añadió con voz profética: La economía mundial está en peligro. ¿Quiere que hablemos de verdaderos problemas?. Y me colgó.