Les amedrenta mi sistema de defensa de la intimidad basado en los olores corporales
Algunos le dirían, si me vieran en una rueda de reconocimiento, que creen saber quién soy (el vagabundo que pide limosna frente a la iglesia o el supermercado), pero ninguno podría decirle mi nombre. Me conocen de vista, como a los escaparates, y salvo algún loco de turno (casi siempre peligroso), nadie se atreve a cruzar conmigo más de dos palabras.
Para todos ellos soy una mancha andrajosa y familiar a la que dar 50 céntimos, uno más de la multitud de vagabundos de la ciudad, esa especie casi animal, llevaderamente secreta, salvaje y desconocida. Les amedrenta mi ropa eternamente sucia y mi sistema de defensa de la intimidad basado en los olores corporales, radicalmente eficiente hasta un perímetro de dos metros. También les disuade mi físico, con esta enorme e irregular narizota parecida a una patata mutante, mi piel densamente lunar y mis hundidos ojos exo e hipertrópicos, a lo que hay que añadir un cuerpo voluminoso de casi dos metros de altura. Tengo que decir que tampoco dejo que el vecindario de turno se familiarice mucho con mi presencia. Trashumo por esta enorme y caótica ciudad como una fétida sombra que se acomoda en los rincones de los portales abandonados cuando la luz ya es un recuerdo. Pero lo que nadie sabe es que no llevo esta vida por una lamentable correlación de desafortunadas circunstancias. No soy un mendigo al uso. Vivo así para poder llevar a cabo mi misión. En realidad me dedico a hacer obras de caridad. [Saca de debajo del oscuro abrigo un bote de cristal con insectos voladores, lo aprieta contra su costado con su codo izquierdo y abre la tapa con la mano derecha, caza hábilmente uno apresándolo suavemente con los dedos pulgar e índice a modo de pinza, y lo suelta.] Mi sistema es sencillo. Durante varios días, cuando me he asentado en un nuevo lugar, observo a todas las personas que pasan a mi lado y no me dan nada. Voy realizando un complejo test psicológico visual para determinar cuál de ellas está más condicionada por ideas opresoras y sentimientos resentidos, más agriada por deseos reprimidos e indignada por monomanías momificadas. Reduzco la lista a diez o doce personas, las sigo una a una para conocer sus hábitos y su lugar de residencia, averiguo si tienen familia o están solos y eso que llaman criminalmente su Poder Adquisitivo. Es un proceso lento y delicado, porque necesito estar seguro de mi elección. Cuando esta se ha producido, y siempre poco antes de Navidad, una noche espero al elegido (se sorprenderían las veces que no ha sido un varón) en el salón de su casa. Le reduzco desde las sombras y le ato a una silla. También le amordazo para evitar gritos desagradables para los vecinos, aunque sus mansiones suelen estar inteligentemente aisladas. Entonces le descubro mi brazo izquierdo [se sube la manga y deja al descubierto un muñón rosáceo y húmedo] y le pido una mano por caridad. Le digo la mano o la vida, por caridad. Le digo vea la suerte que tiene de poseer todo lo que le rodea; consérvelo a cambio de su mano izquierda. Hágase una obra de caridad. [Tapa el muñón y se atusa la barba blanca.] ¡Ho, ho, ho, tendría que ver cómo les invade el espíritu de la Navidad!