Levanto la mirada y la cruzo con la de una chica sentada a dos mesas frente a mí
Estoy sentado en una mesa de una cafetería, tomándome una infusión de tomillo y ojeando tranquilamente el EPDV. Es esa hora perezosa de la mañana de un domingo de abril que parece que va a ser soleado, y en la cafetería, que debe tener una docena de mesas de esas cuadradas de aséptico diseño y dimensiones estándar, hay bastante gente desayunando.
Una de las veces que levanto la mirada del EPDV de forma despreocupada, cruzo mi mirada con la de una chica que está sentada a una distancia de dos mesas frente a mí. Como solemos hacer la mayoría en estos casos, la aparto de inmediato y vuelvo al EPDV, aunque en ese breve intervalo he tenido tiempo de ver que tiene aspecto de no haber dormido o de haber dormido bastante mal, con una sombra macilenta que recorre su semblante. Ni siquiera pienso en ello, pero en el siguiente minuto, si levanto la mirada dos veces, las dos acabo cruzándola con la de la chica, que está sentada en una postura que quiere parecer desganada, pero que al mismo tiempo resulta tensa y como de tener un malestar impreciso por dentro. Sigo mirando el EPDV, y de repente oigo una voz justo encima de mí que dice, en tono sarcástico, que si estoy disfrutando. Levanto la mirada sobresaltado y veo a la chica pegada a mi mesa y con cara de personaje de Tarantino. Tiene los brazos en jarra y aprieta la boca con irritación. Levanto las cejas e intento decir que no entiendo qué le pasa, pero ella agacha la cabeza amenazadoramente y dice que si estoy maquinando en mi cabeza alguna guarrería siniestra, que si soy un pervertido de esos que espían a las chicas que están solas, y que si estoy pensando en secuestrarla y llevarla a algún sitio oscuro para violarla violentamente. Me quedo perplejo e inmóvil, y antes de que me dé tiempo a ordenar en mi cabeza una respuesta adecuada, la chica levanta una pierna, la pone sobre la mesa, se levanta la falda dejando ver unos leotardos negros hasta la cintura bajo los que se insinúan unas braguitas también negras, y se pone a frotarse la zona del pubis con cierto desprecio mientras dice que si estoy pensando en arrastrarla a mi sucio piso de pervertido lleno carteles de actrices porno para quitarle la ropa y frotarle la cosa y profanarla como a un animal. Las personas de las mesas de alrededor están inmóviles con tazas y tostadas congeladas en el aire y sus cabezas orientadas hacia mi mesa. La chica acerca más su cara a la mía y me agarra la barbilla diciendo, con espuma en la boca, que seguro que soy uno de esos psicópatas sexuales que se aprovechan de tener una carita mona y ojos bonitos para seducir a chicas inocentes y hacerles toda clase de salvajadas con porras de policía y esposas y cadenas y pinzas de la ropa. Y justo en ese momento, cuando ya está encima de mí metiéndome una servilleta de papel en la boca, aparece mi novio, que me agarra del hombro y me levanta de la silla exclamando que qué le pasa a esa loca. Cojo la servilleta de papel de mi boca encogiéndome de hombros, y los dos salimos de la cafetería, mientras la chica se queda quieta un momento, y después sale corriendo como un demonio, pasa a nuestro lado y se pierde por la primera esquina. Mi novio me dice que si la conozco de algo, y yo miro la arrugada servilleta en mi mano y le digo que no, pero que si quiere averiguarlo creo que tengo su número de teléfono. Mi novio mira los números escritos con bolígrafo y medio emborronados de la servilleta y añade, resoplando con irónica resignación, que ya había predicho él que en el ambiente se respira la infecta y opresiva angustia de un inminente apocalipsis zombi heterosexual.