Lo que mueve la fe
Algunos dicen que montañas, rotundidad que dudo totalmente si me acojo a la parte más pragmática de esta conocida afirmación. Pero, después de mis vacaciones de pascuas por tierras sevillanas, de lo que tengo pocas dudas, y además puedo dar fe, es de que mueve millones de euros, toneladas de esos euros convertidos en oro y plata que repujados ofrecen a sus imágenes exagerados tronos para su paseo y a centenares de personas, que llegadas de cualquier procedencia, abarrotan calles y plazas a la espera de la cofradía de turno, soportando en su expresión más mundana accesos sólo abiertos para VIP´s, aglomeraciones insalvables y caos circulatorios a toda hora.
Huelga decir que esta preciosa ciudad andaluza durante su Semana Santa se entrega a tumba abierta y sin remilgos a la celebración de la muerte de Jesús, extremo éste que he podido comprobar durante los pasados días, jornadas en las cuales he podido vivir algunos de sus momentos más fervorosos, contemplar el paso de sus cofrades e imágenes y percibir en esos momentos el brutal contraste que se produce al enfrentar la más lamentable de las miserias humanas, presente en portales y bancos a modo de cama, con la más incomprensible de las riquezas divinas exhibida por sus Vírgenes y Cristos, que ciegan con sus destellos a los creyentes y fervorosos seguidores de esta manifestación cristiana, y deja perplejo y con las mismas preguntas sin respuesta a todos los que, como yo, hemos estado allí actuando de meros observadores para poder dar testimonio de cómo esta arraigada tradición justifica su insultante ostentación de riqueza material y tangible dejando a un lado el verdadero significado de la fe, así como la intimidad y humildad de este sentimiento.
Sentir que, separado del estricto sentido que el ser una de las tres virtudes teologales le imprime la religión católica, es un sentir grande y profundo, propulsor de vida y logros, de esperanzas, de mejores futuros, de confianza y valor, de lucha y creencias en algo mejor para uno mismo y para todos. Ésa es la fe a la que me gusta acogerme, la que huye de grandes exaltaciones que no dejan huella, la que promueve grandes obras o propicia finales felices, esa que es sinónimo de alegría y confianza, que ahuyenta el miedo. Pero no es ésa la que quiero tender al sol esta semana, sino la opuesta, la fe que consiente el sufrimiento físico como redención de malas acciones o reacciones, que puede utilizarse como linimento contra remordimientos y odios, o también, por qué no, como pago a cuenta de futuros logros, de sanaciones deseadas o de consecuciones esperadas que se sustentan en ella, la fe que atemoriza. Y lo quiero hacer porque en las procesiones sevillanas pude observar cómo muchos nazarenos realizaban su estación de penitencia descalzos o arrastrando pesadas cruces de madera, detrás o delante de su señor o la señora (como a ellos les gusta llamarles), cuan ofrenda a una imagen que, representativa de una creencia, les haga sentir mejor con sus conciencias y más confiados con su futuro.
Y mientras ellos pasaban ante mis ojos, yo me preguntaba si ese sacrificio que paga su deuda les otorgará una peligrosa libertad moral que propicie volver a actuar o reaccionar o conducirse un poco más allá de lo aceptable, y del mismo modo, si acaso no sería mejor arreglar disputas, agravios, malas acciones o daños causados directamente con los afectados, sin intermediarios, sin cruces ni cirios, con palabras de perdón, con intención de mejora, con ánimo de que no vuelva a ocurrir, mostrando con ello que la verdadera fe está en nosotros mismos y en los demás.