Los días grises
Nada como unas buenas banderitas con su estrellita revolucionaria para alentar a la peña a sentirse distinta y llamada a escribir las grandes páginas de la nueva historia de una nación que nacerá libre, fraternal e igualitaria (aunque la confección de los trapos haya sido encargada al mejor postor y este, paradójicamente, tenga su empresa ubicada en territorio hostil). Nada como enfrentar a esas banderas otras en las que, bajo el escudo, se adivina todavía la sombra de un aguilucho que no termina de extinguirse y que portan orgullosas mayorías silenciosas que, de repente, rompen a hablar, con monosílabos, de las esencias de la patria
Así termina la jornada en los telediarios de todas las cadenas.
Entiendo la posición de los que abogan por no crear más divisiones argumentando lo contradictorio del asunto en un mundo globalizado, porque lo de las fronteras, las naciones, los himnos y las fanfarrias lo vengo teniendo meridiano desde que mi internacionalismo me hace ver este planeta como el azaroso hogar de todos los seres humanos que, por el mero hecho de habitarlo, merecen tener los mismos derechos. Pero también tengo claro que el respeto por las ideas de los demás es la única forma posible de convivencia, que dentro de esas ideas pueden estar las de formar una comunidad regida por sus propias normas y que ese sentimiento no puede ser prohibido por ninguna otra sociedad, ni existe ley alguna que pueda anularlo y, por lo tanto, no entiendo las razones que mueven a los unionistas a negar el pan y la sal a los secesionistas.
Ninguna de las personas a las que he interpelado acerca de por qué está en contra de que los catalanes se pronuncien por su autodeterminación ha sido capaz de darme como primera respuesta uno o más argumentos convincentes o, al menos, discutibles. Seguramente porque no se esperan la pregunta. -El ser humano es un animal tan de costumbres, que cuando se enfrenta al abismo de lo desconocido, lo que exige un nuevo esfuerzo de comprensión y análisis, se paraliza-. Así que me toca insistir formulando algunas cuestiones más explícitas: ¿En qué crees tú que te afectaría personalmente la independencia de Catalunya? ¿Hasta qué punto se modificarían tus condiciones laborales y tu salario? ¿Piensas que podrías visitar Barcelona sin problemas? ¿Qué relaciones tendrían los catalanes con nosotros? Ninguna de mis dudas obtiene una respuesta. Los hay que aseguran no querer la separación de Catalunya porque les da pena, pero también están los legítimos que encuentran una salida al amparo de la sufrida Constitución. A los primeros debería recordarles que, de toda la vida, la pena de uno nunca ha sido amarra suficiente para evitar la marcha del otro; a los segundos que las leyes deberían estar siempre al servicio de los ciudadanos y si no cumplen ese requisito hay que modificarlas Pero cuando llega ese momento, es a mí a quien empieza a darme pena todo y me amohíno (en la primera acepción del diccionario), tomo el último sorbo de mi vino y pienso: qué pereza.
Al día siguiente me levanto temprano y me dirijo a un conocido supermercado de la localidad a comprar unas cuantas viandas. Miro a mi alrededor y me pregunto en qué nos diferenciaremos esencialmente las personas que nos movemos entre estas estanterías de las que lo hacen a menos de quinientos kilómetros en cualquier pueblo de Catalunya entre las estanterías de la misma cadena de supermercados. Me pregunto, también, en que tiendas de lujo estarán comprando, en este mismo instante, los que diseñan las banderas Ya lo tengo todo, así que me acerco a la caja en donde trabaja una conocida y mientras pasa mecánicamente los artículos por el lector de códigos, entablamos una vertiginosa conversación sobre lo humano y lo divino que se interrumpe con la intervención del hombre que me sigue en la cola:
-El verdadero problema de España es que le pagamos sueldos a muchos extranjeros que no trabajan Retiro la tarjeta del datáfono con la intención de mantener la boca cerrada y marcharme, pero en el último instante saco fuerzas de flaqueza y le contesto:
-Señor, lo que usted dice no es cierto pero, probablemente no voy a ser capaz de ponerme a su altura para discutírselo.
Ahora sí que me voy, sin sentirme orgulloso de haber pronunciado esas palabras. ¿Pero cómo me sentiría de no haberlo hecho?
Ya está la luna colgadita en el salón del palacio del principado de Don Juan Manuel cuando se me ocurre recordar que vivimos en un comunidad autónoma con dos lenguas oficiales a sabiendas de que alguien reaccionará como si en algún momento de su vida hubiera sido torturado en una mazmorra y obligado a confesar un delito no cometido so pena de volverle a poner a todo volumen la discografía de Raimon
Eso no ha pasado nunca, pero vaya usted a saber por qué se pone así la gente cuando le mientan el valenciano
Y de nuevo aparece la pena, esa tristeza por la que unos dicen no querer que los otros se vayan, por la que los otros no pueden seguir con los unos y por la que yo me largo para mi casa con la idea de construirme un refugio antiodio donde guarecerme del constante bombardeo de la incomprensión y librarme de la tentación de aborrecer a los que no son mis cofrades.