Los funcionarios
Escribía el bueno de Antonio Machado esos versos, en un poema inolvidable, españolito que vienes, al mundo te guarde Dios, una de las dos Españas ha de helarte el corazón. En nuestro país existen centenares de miles de funcionarios distribuidos en infinidad de puestos de trabajo. La maquinaria de nuestra Administración Pública emplea y paga a estos empleados pero se olvida de un concepto desde mi punto de vista primordial: su control.
Organismos Oficiales, Consejerías, Diputaciones, Ayuntamientos, Registros Civiles, Juzgados, Oficinas de Empleo, Institutos de la Seguridad Social, Colegios, Institutos de Secundaria, Hospitales, Centros de Salud y demás dependencias públicas tienen la misión, porque es una obligación, de atender, servir, tramitar y gestionar cualquier demanda ciudadana. Y a mí, como a otras muchas personas, me hiela el corazón ver deambular a tanto funcionario acomodado.
No quisiera incomodar con este artículo a miles de funcionarios ejemplares que cumplen su cometido en sus distintos puestos de trabajo. Que no se sientan aludidos. Siempre han existido y seguirán ejerciendo maravillosos profesionales de la medicina, de la enseñanza, de las distintas administraciones públicas que trabajan para el bienestar de la sociedad en su conjunto. Pero no me podrá negar nadie que cohabitan otros muchos en la sanidad, en los colegios, en los institutos, detrás de infinitas ventanillas, que da vergüenza ajena el contemplarlos y causan indignación sus servicios prestados.
Me refiero a esos funcionarios que no saben tratar al público; a esos que, mientras uno cumple con su obligación y atiende a una cola interminable, disimulan durante media hora buscando unos papeles que a conciencia extravió; a esos que, existiendo filas de espera, llegan tarde con las bolsas de la compra; a esos que no saben tratar con niños; que se duermen en clase; que les da náuseas su cómoda silla y que permanecen apáticos en sus tormentosos horarios laborales.
Señalo a esos que, si me leen, se sienten aludidos. Esos y esas que se escaquean porque hay santos compañeros que cubren su imbecilidad, esos que no hacen otra cosa que mirar el reloj con desesperación mientras conversan por teléfono con la chacha, la amiga o vaya usted a saber. Esos que aprobaron un feliz día las oposiciones y a vivir, que son dos días. Esos que están, todos los días, colocando a todos sus ejemplares compañeros en el mismo saco, salpicando la sospecha de ineptitud a los que hacen su trabajo bien, generando la duda de que todos son iguales.
No. No todos son iguales. Que mientras unos se ganan el prestigio, el reconocimiento, la paga y la simpatía, otros, esos a los que ahora critico y que cobran lo mismo, siguen viviendo del cuento y ejerciendo el oficio de gandul, y lo que es peor, sin importarles juicio alguno sobre su conducta. Me viene al dedo unas viejas declaraciones de Julio Anguita con quien por cierto hace años tuve una grata conversación telefónica con él en las que afirmaba que si el sector público quisiese competir con el privado era necesario introducir un elemento crucial: el despido. Dicho de otro modo, viene a resumir que el currante que rinda nunca debe temer por su empleo, pero el inútil sí que va apañao.
En este sentido y haciendo honor al agravio comparativo no debiera causar pena alguna que se aplicaran sanciones a estos parásitos vitalicios. Hoy se les puede expedientar, y como mucho se les moviliza en un traslado por la puerta falsa. Pero lo que debería imponerse, mediante ley, es la puerta de salida indefinida y sin retorno a estos funcionarios que, por reincidentes y probadas demostraciones de incapacidad y chulería, creen que su puesto es suyo y, además, de por vida. Que yo sepa el puesto se gana con el rendimiento diario, no por un día de inspiración. Ocurre igual con el carné de conducir, pues su obtención no es más que una licencia para aprender a circular. Pues igualmente la aprobación de una oposición pública, la que sea, debería ser la licencia para aprender a trabajar, hasta que no se demuestre lo contrario. Y si esto sucede, a la calle, que hay cola.