Cultura

Los que no ríen

Nos acercamos el viernes pasado al Teatro Chapí para asistir al espectáculo Los que ríen los últimos de la veterana compañía andaluza La Zaranda. El patio no estaba lleno como en otras ocasiones, pero antes que excusar la asistencia con la crisis o con la llegada de mejores temperaturas yo prefiero decir que muchas salas de teatro desearían contar con la ocupación del Chapí en aquella velada. Sonaron los avisos, se apagaron las luces, se levantó el telón.
La Zaranda presentó un espacio oscuro, prácticamente vacío, con una iluminación que de forma sucinta permitía ver a los tres personajes de la comedia. Tres hombres harapientos y achacosos. Sus ropas parecían más las de unos vagabundos que se hubieran transformado en payasos que las de unos payasos a los que la miseria hubiera convertido en vagabundos. También sus cosas, sus objetos, sus pertenencias, tenían el aspecto de haber sido confeccionadas en un vertedero antes que haber sufrido el paso del tiempo y del uso y del polvo. Resultaban tres seres harapientos vagando entre diálogos inconexos y redundantes que apenas dejaban entresacar ideas de tiempos mejores y de valores perdidos.

En realidad entre tanta frase repetida, herencia de los mejores autores del absurdo, apenas encontramos sustancia con que alimentar la reflexión. Los escuetos tiznajos con los que se aderezaba el discurso no bastaron para reflejar el acomodo, la frustración, el autoengaño, la añoranza, la repentina fuerza, la esperanza o la claudicación. No bastaron tampoco unos personajes esforzadamente construidos ni una plástica imponente para alcanzar el corazón del espectador expectante, como lo estaría ante un Godot, porque no existía un discurso siquiera entrelíneas lo suficientemente contundente como para chocar contra la propia confusión de los que permanecíamos sentados.

Tuvimos que conformarnos con disfrutar del excelente trabajo de caracterización, de la iluminación trabajada para ser tan pobre como los personajes, de la escenografía reducida a elementos escenográficos, de la estética del espectáculo que recreaba espléndidas fotografías de un mundo falto de reflexión. Así los traseros de muchas butacas continuaron hundiéndose durante poco más de una hora, con la certeza de que poco cabía esperar del espectáculo más que aquella imaginería que en escasos momentos fue poesía visual. Lástima que incluso la poesía requiere músculo para atrapar la verdad, valor para decir lo que nadie ha dicho todavía y fuerza para hacerse oír entre el bullicio de nuestras mentes acostumbradas al fusilamiento de imágenes y sonidos. Digo lástima porque de no ser así el espectáculo hubiera sido redondo y sin embargo no lo fue. Lástima porque con el cigarrillo y el whisky de después sólo quedaron imágenes y no pensamientos que masticar de boca en boca. Tampoco luces que regurgitar antes de dormir ni nubes que cruzaran inesperadas nuestro pensamiento en días posteriores.

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