Me adentré en el túnel lumínico de LCD y desemboqué en un inmenso edén pixelado
En la habitación de mi obstinadamente inaugurada juventud mi oscuro corazón estaba encerrado por la tiranía analógica de mis padres, rodeada de ondas de radio negativas y de chisporroteos eléctricos por el intento agónico de sintonización de nuestras emisoras emocionales.
La tenebrosa planicie de mi adolescencia se extendía hasta mis pies como un diorama sin oxígeno que intentaba seguir lamiendo mis tobillos para retenerme. Mi teléfono prehistórico 2G apenas daba para un poco de aire en SMS o información amputada de toda vida y color, y el estricto látigo paternal me mantenía alejada del mundo de la banda ancha y su promesa de aséptico acceso al paraíso de infinitas cosas fluorescentes. [El Wifi transporta un breve suspiro, apenas unos gramos de aire expirado, de 17 kilobytes.] Entonces mi suerte desconectada cambió debido a que una compañera/reina con la que intercambio información de estudio de modo superficial aunque cordial en el instituto renovó su tableta, y me dejó completamente sorprendida al regalarme la antigua en un gesto ambiguo y conmovedor y complicado de decodificar, pero que me hizo mucho más feliz que las primeras remodelaciones quirúrgicas prometidas por mi madre para cuando cumpla 18 años. Y mi suerte rozó datos históricos cuando otra compañera/reina, que casualmente vive frente a mi casa y con la que a menudo hago el trayecto hasta el instituto, me dio las claves de su red wifi para que pudiera explorar a través del LCD táctil de mi nueva/vieja tableta el universo virtual de infinitas cosas fluorescentes e higiénicamente atractivas. En la secreta oscuridad de mi habitación sitiada por reptiles analógicos me adentré en el túnel lumínico y desemboqué sin mapas ni escrúpulos en un inmenso edén pixelado habitado por fuerzas binarias de rápida absorción. Al principio me encontré un poco desorientada, pero me crucé en una red social con otra conocida/reina del instituto con la que nunca he cruzado una palabra en el sucio mundo real, pero que llena de dulzura y generosidad me cogió de la mano de mi torpe e rudimentario avatar y me enseñó cómo debía recombinar mi imagen espiritual en un perfil de usuario para exponerme e interactuar con éxito con otras entidades virtuales. [El Wifi transporta un frágil silencio, un fragmento de nada, curiosamente de 22 kilobytes.] Estaba inmersa en el excitante conocimiento del nuevo mundo cuando le conocí. Se movía por redes sociales secundarias dejando una vaga estela de bits iluminados y se hacía llamar Pichón, e inmediatamente supe que la frecuencia de nuestra radiación electromagnética superaba todas las claves y contraseñas y protocolos de seguridad cifrada y pantallas táctiles refulgentes para que pudiéramos encontrarnos sagradamente en la nube y nuestro amor se irradiara en todas direcciones anegando circuitos impresos y procesadores de núcleo múltiple. Sobre su apariencia solamente conocía su imagen en la pantalla, un sencillo clip art vectorial de un barbudo canoso realizando el gesto de la victoria con un triángulo coronando su cabeza, pero no necesitaba más. Un día posé mi dedo sobre aquella representación icónica de la pantalla y sentí un torrente inundándome físicamente como una consagración. [El Wifi transporta dos latidos simultáneos, como un tambor grande y otro pequeño golpeados a la vez, de 33 kilobytes.] Ahora estoy embarazada de tres meses, y ya está decidido que le llamaremos @Jesúsvaallegar; si es niño.