Me corté los dedos de las manos como sacrificio y se los mandé al papa Francisco
Lo que parece evidente es que ahora la gente ya no valora la virtud del sacrificio. Ahora reina la cultura de lo indoloro, de lo blando, de lo light o virtual, entendido como un sucedáneo que supuestamente es igual de auténtico que aquello a lo que sustituye pero que sin embargo no puede hacerte daño; dicho de otro modo: es como si te cobraran por cortarte una pierna en un contexto completamente equivalente al que te encontrarías si tuvieras la mala suerte de que tuvieran que cortarte una pierna, pero al final no te la cortan; en dos palabras: un fraude. [Pausa.]
Porque a la gente lo que le gusta es ver que son otros los que realizan sacrificios, y cuanto más atroces mejor. Y la gente, además, quiere ver esos sacrificios únicamente para saciar sus bajos instintos de dolor ajeno, como simple divertimento. De modo que cuando alguien tiene un problema, no para de echarle la culpa a esto y aquello y a cualquiera que se cruce en su camino y siempre espera que otros se lo solucionen porque no está dispuesto a realizar un esfuerzo auténticamente sobrehumano. [Pausa.] Pero yo, quizá influido por la fechas que eran, Semana Santa, y porque en mi interior sentía un vacío tan oscuro como el del futuro de un licenciado en lenguas muertas, me puse a pensar mucho sobre el tema, y animado sinceramente por descubrir en lo más profundo de mi corazón una causa verdadera que me hiciera sentirme merecedor de perdón y consuelo genuinos, me di cuenta de que quería, ¡qué digo quería!, de que necesitaba realizar un sacrificio incontestable, un acto radical y definitivo que me demostrara realmente que yo no era otro individuo falso y vacío y egoísta que valoraba sus propios intereses por encima de todo y de todos. [Pausa.] Y como soy pianista, me corté los dedos de las manos y se los mandé al papa Francisco, que es un papa que me parece sincero y lleno de amor verdadero y que creo que valora el sacrificio como camino de salvación. [Pausa.] A los pocos días recibí una contestación en pomposo sobre lacrado que indicaba que ponían a mi disposición un avión privado que me trasladaría esa misma mañana al Vaticano para tener una recepción privada con el papa. A las pocas horas un enorme coche negro me recogió en mi domicilio y velozmente me llevó al aeropuerto, y sin pasar por ninguna de las engorrosas verificaciones habituales me subieron a un brillante jet y volé hasta Roma. Allí otro enorme coche negro me condujo hasta el Vaticano, donde escoltado por una masa de trajeados guardaespaldas me hicieron atravesar pasillos de mármol con esculturas de santos y estancias lujosamente engalanadas con pinturas de maestros renacentistas y muebles de filigranas doradas. En la última y suntuosa habitación, sentado en un sillón parecido a un trono, me esperaba Benedicto XVI. Sorprendido, me arrodille ante él. Puso su mano sobre mi cabeza y dijo: Francisco no puede atenderte porque está rezando por ti, pero me ha dicho que te reciba yo como reconocimiento. Después colocó su mano en mi barbilla y levantó mi rostro hasta que nuestras miradas se encontraron, y añadió: Tengo que decirte que valoramos la intención de tu gesto de privación, pero tienes que hacer verdadero examen de conciencia y humildad, porque, ¿quién nos asegura de que no caerás en la tentación de aprender a tocar el piano con los pies?.