Me diagnosticaron una enfermedad mortal al noventa y nueve por ciento
Lo que pasó es que contraje una grave enfermedad. Ocurrió de una forma progresiva. Empecé a sentirme mal, y a los pocos días la cosa iba a peor. Fui al médico, me hicieron una cantidad tediosa de pruebas clínicas, y los peores augurios se confirmaron. Me diagnosticaron una enfermedad mortal al noventa y nueve por ciento.
El médico me dijo que era cuestión de meses. Iría perdiendo facultades motoras y finalmente me sobrevendría un colapso de los órganos principales. Me dieron la baja en el trabajo y me quedé en casa, realizando sesiones de repetitivos ejercicios durante mañana y tarde para retrasar los inevitables síntomas. Mi nueva situación supuso un mazazo para la familia, pero mi hijo y mi hija, que entonces tenían diecinueve y dieciocho años, y mi mujer se esforzaron y el ambiente en casa era de tensa pero activa predisposición a que la vida diaria no cayera en el drama. A los dos meses ya no podía andar, y hubo que acomodarme en la única habitación de la planta baja, un cuchitril diminuto que hacía las funciones de pequeño trastero y que está al fondo de la casa, entre el aseo y el garaje. Todavía pude moverme un par de semanas por la casa con una silla de ruedas, pero después se vio que ya me era imposible mantenerme recto en la silla, y además suponía un esfuerzo suplementario para los miembros de la familia tener que estar ayudándome todo el tiempo, y así fue como, a los tres meses más o menos desde el diagnóstico, me quedé definitivamente postrado en la cama, sin poder hablar ni moverme. Parecía que el final se precipitaría en poco tiempo, pero entonces e inesperadamente la enfermedad se estancó. Pasaron meses y ni empeoraba ni mejoraba. Toda la familia pasó por una primera fase de alegría, después otra de angustia, y finalmente una última de aceptación. Y lo que para mí era más importante, pronto todos retomaron cierta normalidad. Los días se volvieron de nuevo rutinarios. Desde mi habitación oía todos los sonidos típicos de una familia en su día a día. Esto me hizo feliz durante un tiempo, pero poco a poco empecé a comprender que ellos habían retomado el camino de la vida sin mí. Las visitas que me hacían a la habitación para atender mis necesidades habituales se volvieron mecánicas. Me daban de comer y me limpiaban por turnos, como enfermeras contratadas, y los gestos de cariño eran cada vez más automáticos. Al cabo de un año el nuevo proyecto de nuestras vidas estaba completamente establecido. Pero unos meses más tarde volvió a ocurrir algo inesperado. Sentí una mejoría. Sentí hormigueos en brazos y piernas, y algunos sonidos regresaron a mi garganta. Pero cuando el médico lo constató delante de toda la familia, la respuesta de ellos me resultó de una extraña y chirriante alegría, como si mi posible restablecimiento fuera una indeseada perturbación en la normalidad tan duramente conseguida. Estaba claro que yo había perdido definitivamente mi lugar original en la familia. Simulé que volvía a empeorar, e inmediatamente vislumbré un alivió generalizado en mi mujer y mis hijos, aunque en realidad seguí mejorando hasta la total curación. [Pausa.] Ahora sigo aquí, mudo y sin moverme, dejando que me cuiden para su tranquilidad, mientras oigo de lejos cómo mis hijos traen nuevos amigos a casa y mi mujer pasa a hurtadillas hombres hasta su habitación, sin ningún deseo salvo esperando que la enfermedad regrese como una redención.