Me durmió con cloroformo y me desperté amordazada en un lugar húmedo y oscuro
Cuando tenía catorce años fui secuestrada durante seis días y torturada y violada de forma sistemática. El hombre que lo hizo tenía entonces cincuenta y cuatro años, cuarenta más que yo; esto lo supe después. Yo regresaba de mis clases de música a las ocho de la tarde de un día de diciembre, por una calle en penumbra de casas viejas y abandonadas que yo utilizaba para acortar el trayecto a mi casa.
El hombre detuvo su furgoneta junto a la acera, unos metros por delante de mi camino. Tuve un leve temor, pero nunca piensas que algo así te puede pasar a ti, de modo que preferí seguir andando con normalidad, como si eso pudiera inhibir cualquier peligro. Cuando llegué a la altura de la furgoneta, él salió por la puerta lateral y me arrastró dentro. Intenté gritar, pero el hombre me tapó la cara rápidamente con un trapo húmedo. De inmediato me envolvió un fuerte olor picante, y de ese momento ya no recuerdo nada más. Debió dormirme con cloroformo o algún producto similar, porque me desperté amordazada y atada a una silla en un lugar húmedo y oscuro; después supe que era un sótano. [La barra de hierro que tiene sobre las rodillas está herrumbrosa.] Durante seis días, a intervalos irregulares, el hombre bajaba, me liberaba de la silla sin soltarme las manos y me tumbaba sobre un colchón. Me había dejado puesta la falda y la ropa superior, pero me había quitado las bragas. Después me golpeaba y me violaba breve y violentamente. Lo hacía con la cabeza tapada por un pasamontañas de esos que solamente dejan ver los ojos y la boca, pero su aliento siempre olía a alcohol. Después de desahogarse me volvía a atar a la silla y me daba agua o zumo a través de un agujero que había hecho en la cinta adhesiva que tapaba mi boca. Metía la pajita y miraba con agrado cómo sorbía yo el líquido. A menudo yo me orinaba sobre la silla cuando bebía, y eso le excitaba y volvía a violarme antes de desaparecer. Pero al sexto día, después de su sesión de humillación, estaba demasiado bebido y no me ató del todo bien a la silla. Forcejeé durante casi una hora y conseguí liberarme. Me sorprendió descubrir que la puerta del sótano estaba abierta. Salí con cuidado, y lo vi durmiendo la borrachera en un sillón viejo, frente a un televisor encendido a bastante volumen. Fotografié su cara en mi cabeza y huí de allí. [Acaricia la barra de hierro herrumbrosa como si en ella hubiera una respuesta.] Dije a la policía que me había soltado en un descampado de las afueras. Nunca les dije que le había visto la cara ni nada que pudiera llevarles hasta él. Han pasado veintiséis años. Ahora yo tengo una casa en las afueras con sótano; y una furgoneta. Hace seis días metí en ella, en una calle oscura, a un viejo de ochenta años. El pobre puso cara de extrañeza cuando lo dormí con el cloroformo. A intervalos regulares bajo al sótano y le introduzco esta barra de hierro por el ano y después le amputo un dedo de las manos o de los pies, que rápidamente cauterizo con otro hierro al rojo vivo. Cuando hago esto él suele orinarse sobre la silla, donde lo tengo atado sin pantalones ni calzoncillos. [Levanta la barra oxidada con pequeñas motitas de aspecto húmedo.] Cuando lo veo orinarse intento comprender qué sentía él entonces, humillando a una persona mucho más débil y vulnerable. Solamente quiero comprenderlo, pero no le quedan muchos dedos, y me preocupa y desconcierta pensar que quizá no lo voy a conseguir.