Me filmaron en un callejón en actitud claramente obscena
Yo estaba perdido. [Se pasa suavemente la mano tres veces por la tela de su pantalón italiano a la altura de la rodilla derecha, que está cruzada encima de la pierna izquierda, para deshacerse, quizá, de un fino hilo o de alguna minúscula viruta de polvo.] Me llegó el éxito muy pronto, con un anuncio de calzoncillos, y de ahí a trabajar de secundario en una serie sobre alumnos pijos en un instituto de Las Rozas fue un suspiro.
Empecé a juntarme con todo tipo de gente cool, corría el dinero, y me ponían delante cosas que ni se me había ocurrido imaginar. Y claro, pensé que tenía que aprovechar las oportunidades porque la vida se vive solo una vez y mañana ya veremos y todas esas payasadas autoindulgentes. Me repetía que me lo había ganado muy duramente y sacaba pecho como un romano, mientras el coco se me iba nublando de cháchara vacía y frases en futuro más falsas que un informe económico sobre el futuro del país. El ego se me subió al ático como un ácido. Pero claro, la realidad es que el mundo está lleno de cosas malas, ¿no?, de cosas que son negativas o sucias o claramente reprobables. Cosas como que te golpeen, o que se te queme la casa, o que te atropellen al perro. O que asesinen a tu padre o a tu madre o tu novia. O que un pirado entre en tu lugar de trabajo (por ejemplo, en las oficinas de la empresa concesionaria de la recogida de basuras; aunque obviamente este no es mi caso) y se ponga a disparar a todo el mundo. O que se hunda el techo del garaje sobre tu BMW X5 color aceituna. Resumiendo: está lleno de cosas seriamente malas, y no voy a ponerme a sermonearles para demostrarlo. [Se atusa el pelo castaño con sutiles pero deliciosos reflejos cobrizos, y un leve aroma a especias envuelve su cabeza.] Ahora puedo decirlo sin empacho. Yo era, arropado por la inconsistente nube de la fama mediocre, un ingenuo que estaba colocándose justo en la confluencia de muchas de esas cosas malas. Empecé a abusar de los medicamentos, a emborracharme todas las noches, a insultar a la gente que me rodeaba, a meterme en líos estúpidos del tipo: robar en unos grandes almacenes, romper cosas en entrevistas televisadas, aceptar participar en Realitys tipo supervivencia. Inevitablemente toqué fondo. Golpeé a periodistas, vomité en directo mientras actuaba en una obra de teatro absurda, me filmaron en un callejón en compañía de individuos nada recomendables y en actitud claramente obscena. Todo para terminar ingresado de urgencia con ataques psicóticos y al borde de la muerte. Parecía acabado. Pero entonces ocurrió lo que yo llamo La Conversión. Postrado en mi temblorosa cama de hospital, abrazado por tubos y cables, pensé Hay Una Salida Para Mí: Tengo Que Sobrevivir Para Contarlo, Tengo Que Ayudar A Otros. Y me rehabilité. El resto ya lo conocéis bien. He escrito varios tratados para ser feliz. Me invitan a congresos sobre adicciones, aromaterapia, psicología infantil o justicia popular. Tengo cuatro fundaciones, seis ONGs, varias empresas multinacionales de comercio justo. Soy, humildemente, el ejemplo que los jóvenes necesitan. [Y el resto de una minúscula viruta de polvo blanco le sorprende en su tabique de titanio, que él aspira llevando cuidado de disimular su secreta alegría.]