Me ha ofrecido un trozo de tarta y yo la como tratando de no parecer desagradecida
Estoy sentada en la diminuta mesa de la diminuta cocina de las ancianas hermanas Azucena y Fabiola Blanco, nuestras vecinas del cuarto C. El edificio es una sosa mole gris de más de sesenta años de antigüedad, una colmena sin ascensor con cinco plantas y cuatro pisos en cada una, que sobrevive en el extremo de un barrio humilde del extrarradio.
Las dos hermanas Blanco deben tener unos noventa años, y hasta donde yo sé siempre han vivido las dos solas. Frente a mí, al otro lado de la mesa, está Fabiola, vestida con un traje masculino antiguo de color gris, de esos con chaleco, y fumando. Tiene el pelo gris y lo lleva corto y peinado hacia atrás con un toque suave de fijador. Más que delgada o enjuta da la sensación de estar vaciada. Me ha ofrecido un trozo de tarta, y me mira mientras la como de esa manera en que los invitados comen tarta para no parecer desagradecidos. Azucena no está con nosotras. La mortecina luz ocre del plafón de la cocina deja entrever sombras de insectos muertos. Las juntas de las losetas tienen un color negruzco y extrañamente húmedo. Los platos y cubiertos de varias comidas se apilan en el fregadero desprendiendo un olor a incipiente descomposición. Los muebles y la diminuta mesa tienen arañazos infinitos que las sucesivas capas de algún tipo de barniz ya no consiguen disimular. La cortina de la pequeña ventana que da al oscuro tragaluz está deshilachada por un extremo. Las hermanas Blanco siempre han sido muy reservadas. Según algunas vecinas son recelosas hasta el límite de lo que podría considerarse mala educación. Los niños del bloque siempre han contado historias tétricas sobre ellas y las han evitado, pero yo no. Soy de las pocas personas que de vez en cuando es invitada a entrar en su piso. Fabiola expulsa el humo con la cabeza de perfil, ligeramente inclinada hacia arriba, y me dice que siempre ha habido gente que ha tenido que vivir una vida al margen de la historia oficial. Yo no sé qué responderle. De pronto me parece prehistóricamente cansada. Me dice que toda una vida no es más que un relámpago que ilumina brevemente la cara de la persona amada. Termino mi último trozo de tarta, y Fabiola se levanta fatigosamente y me indica que la siga. Camino tras ella, al ritmo que avanzan las colas en las ventanillas públicas, y llegamos a la puerta abierta de una habitación. Se aparta y me deja ver. En una cama de matrimonio está Azucena tumbada boca arriba, vestida con un traje de novia que se nota que le queda estrecho y no ha sido abrochado por detrás, con las arrugas de la cara muy profundas y pálidas, los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho. Es en ese momento cuando comprendo que no son hermanas. Fabiola me dice que toda una vida no es más que dos palabras dichas en voz baja un millón de veces a espaldas del mundo, pero que para mí no tiene por qué ser así. Fabiola me pide que me vaya ahora, que cierre la puerta al salir y me lleve la llave, y que espere a mañana para volver con mis padres. Después cierra la puerta de la habitación desde dentro, y aunque ya no puedo verla, sé que va a tumbarse al lado de Azucena y a abrazarla, y juntas esperar que su fuego secreto definitivamente se apague.