Me persiguió descaradamente hasta que me alcanzó en la puerta de mi casa
El problema es la pregunta. Es una pregunta de cortesía, por supuesto, pero si te pilla psicofísicamente envuelta en un halo de realidad pura y dura, con la opresiva sensación de que hasta la más pequeña cosa que hay en el mundo está puesta ahí para ejercer una determinada coacción sobre tu sistema nervioso, pues puedes reaccionar de forma insospechada y socialmente cuestionable.
El caso es que yo iba andando por la calle, con mis gafas de sol a modo de frágil parapeto anímico, soportando un incipiente calor primigenio y notando la viscosidad del sudor chorreándome desde las axilas, lo que me enerva como a una gata a la que quisieran robar sus gatitos. Y al otro lado de la calle apareció el tipo, un antiguo amigo de mi marido, mucílago y mefítico, al que solamente suelo ver en verano, quizá porque vive en otra ciudad o porque hiberna como un oso, que es lo que parece. En esta ocasión me localizó con la vista e intentó hacerme una señal. Yo, por supuesto, me hice la despistada y aceleré el paso. Pero no se dio por vencido, y me persiguió descaradamente hasta que me alcanzó justo cuando acababa de abrir la puerta de mi casa (unifamiliar). Y entonces, poniendo cara de haber conseguido pasar algún tipo de prueba y resoplando como un hipopótamo, soltó ¿CÓMO TE VA? Lo rocié con el espray paralizante que siempre llevo en el bolso, lo arrastré dentro del recibidor, lo tiré al suelo boca abajo y le puse las esposas que siempre llevo junto al espray. Eran poco más de la nueve de la mañana. Mi marido y los niños no volverían hasta la noche, de modo que me senté en el butacón decorativo que hay en el recibidor, me encendí un cigarrillo saltándome la norma de la casa de fumar únicamente en el patio, y empecé a contarle cómo me iba. Le describí pormenorizadamente, entre oras cosas, mi pánico por la inminente cita con el dermatólogo por una manchita extraña, mi angustia por los emails acumulados sin contestar, mis improductivas y duras sesiones de gimnasio, mi frustración por querer tener plantas y que se me mueran, mi neurosis por creer que todos menos yo saben en la oficina que voy a ser la próxima en ser despedida, mi obsesiva idea de realizar trabajos para la comunidad que no realizo, mis pesadillas en las que me veo perseguida por un Euribor creciente, mi sospecha de que mi marido piensa en otras cuando lo hacemos, mi sospecha de que mis hijos se están convirtiendo secretamente en delincuentes juveniles, mi sentimiento de culpa por no ordenar y guardar la ropa de invierno, mis tabúes sobre la autosatisfacción sexual, mis prejuicios (sí, injustificables) sobre compartir un ascensor o espacio pequeño con gente de otras razas, mi creciente curiosidad por la cirugía plástica, mi creciente curiosidad por los procedimientos de tortura medievales y mi preocupación por ello, y, en fin, después de diez horas de hacerle partícipe de los más profundos miedos, dudas y esperanzas de mi yo interior, le solté medio atontado tras una última y suave ración de espray paralizante. La expresión de consternación de su cara desencajada cuando se alejaba a trompicones me tranquilizó, ya que comunicaba al cien por cien que me había comprendido y que había asimilado todos los detalles de mi sincera, abrumadora y meticulosa respuesta a su pregunta.