Me sentía primitivamente imperfecto y me compré un libro de autoayuda
Yo estaba perdido, ansioso y al borde de una depresión crónica. Mi mundo era cada vez más oscuro y estrecho y sin aire. Me sentía primitivamente imperfecto y vivía golpeado por miles de cotidianas y negativas sensaciones que me sobrepasaban y que parecían estar a punto de ahogarme por completo. Necesitaba una salida, o me veía haciendo algo dramático y definitivo. De modo que me compré un libro de autoayuda.
Entré en unos conocidos grandes almacenes y fui directo a la sección de libros. Manoseé unos cuantos, y me decidí por uno que parecía serio y científico y sin ese rollo New Age de mercadillo alternativo que tanto se estila hoy en día. El libro se titula Aprenda a utilizar el otro 90% y está escrito por el Doctor Robert K. Cooper, reputado en el campo de la neurología, la iniciativa, el compromiso y la presión en el ámbito profesional. Ya en casa y sentado en mi sillón de automortificación, empecé a leerlo con fruición. Enseguida me di cuenta de que el tío era un tipo listo. Mezclaba emotivas historias de sus abuelos y demás familiares con sabios consejos, como si la sabiduría le hubiera llegado a partir de aquellas fábulas íntimas. Me dejé invadir por las palabras, y como no tenía nada que perder, me dispuse a hacer, con buen ánimo y disposición constructiva, todo lo que exponía en el libro. Dibujé mi tabla donde apuntar, durante las 24 horas del día, mis ondas de energía, y escribí una lista con las principales recomendaciones para cumplirlas sin excusas: ser original; cada semana escribir notas de agradecimiento a quien se las merezca; despertarme progresivamente; hacer pausas estratégicas en cualquier momento (cerca de una ventana o luz natural); relajarme y profundizar la respiración; respirar antes de hablar; reequilibrar la postura con unos sencillos ejercicios en cinco pasos; beber agua fría; hacer pequeños cambios en el plan diario para añadir una dosis de pasión extra; llevar siempre una libreta y apuntar todo lo que se me pase por la cabeza; realizar una evaluación cada hora para aplicar lo mejor que llevo dentro; preocuparme por las miles de pequeñas cosas que importan (escribiendo dos listas: pequeñas cosas que me sacan de quicio y pequeñas cosas que me animan); levantarme y moverme después de la cena; hacer una pausa cada media hora para orientarme y seguir mi curso; al menos una vez al día cambiar de la visión microscópica a la telescópica; aplicar mis sentidos como si este fuese mi último día; ayudar a una persona desvalida al menos una vez a la semana; seguir imponiéndome retos y... Y a las pocas semanas estaba agotado y con el sistema nervioso completamente molido. Mis días se habían convertido en una selva de tasaciones emocionales, místicos ejercicios relajantes, actitudes pioneras, listados de pequeños detalles a tener en cuenta e inexcusables y medidos actos de voluntad que igual me obligaban a ser muy responsable que me impelían a desconectar y escaquearme. Ante la inminencia de un colapso mental paré y volví a la vida de antes. Y fue milagroso. De pronto el tiempo se volvió infinito y los problemas de antes me parecieron fruslerías maniáticas y ridículas. Me sentía genial. Vaya tío listo el tal Doctor Robert. Te aprieta hasta que ves la luz por ti mismo. Qué cabronazo.