Me tumbo en la acera a las cuatro de la madrugada y me hago la muerta
Algunas noches salgo a la calle a las cuatro de la madrugada vestida con lujosa ropa de noche, más o menos abundante según sea la época del año, maquillada muy pálida, despeinada, y me tumbo en la acera, siempre en una postura cómoda pero visualmente extravagante, y durante un rato me hago la muerta.
Llevo haciendo esto varios años, pero nunca elijo exactamente el mismo lugar del barrio ni repito la ropa. Es importante evitar pautas que puedan convertir el proceso en previsible. Mis únicas excepciones son con el día y con la hora. Siempre lo hago los primeros días de la semana, por supuesto nunca en días de fiesta o en sus vísperas, porque trato de evitar los grupos de personas, y especialmente los que deambulan bajo efectos etílicos. Y siempre lo hago a las cuatro de la madrugada, porque es la hora estadísticamente más solitaria de la noche, cuando el mundo desconfía de sí mismo, cuando casi nadie elije caminar por las desiertas aceras a menos que sea un insomne al borde de la locura o un delincuente en pleno trabajo o un limpiador público (pero en mi barrio a esa hora el trabajo sucio ya está hecho). El resultado habitual es que no aparezca nadie, y yo pase una media hora de silencio y quietud, tumbada en la acera con una relajada expectación. Mi barrio es aparentemente decente y nada conflictivo, y sus pudientes habitantes se refugian en sus casas en cuanto cae el sol y se dedican a ver la tele a la luz de lamparillas con flecos y rezan de rodillas al borde de camas con doseles antes de acostarse temprano. Pero a veces ocurre que alguien pasa por donde yo estoy. Si son dos o más personas, lo que en realidad solamente ha ocurrido en tres o cuatro ocasiones, me levanto desorientada, como si fuera sonámbula y me acabara de despertar o algo así, pido disculpas sin mirarles, digo que vivo muy cerca, desaparezco y renuncio, porque con más de una persona no se consigue el resultado adecuado. Pero si es solamente una, y casi siempre suelen ser hombres, me quedo quieta, respiro profundamente y me dispongo a poner en marcha todo el proceso. En principio dejo que se arrodille junto a mí y se cerciore de mi estado de salud. Puede darme palmaditas en la cara o zarandearme, pero ineludiblemente siempre intenta tomarme el pulso en la mano o en el cuello. En ese momento yo detengo mis latidos con una vieja técnica zen el suficiente tiempo para que crea que estoy muerta. Y cuando, llevado por el aturdimiento o incluso el pánico, intenta llamar por teléfono a emergencias, me incorporo como un palo, le agarro la mano con fuerza, y le miro fijamente con mis lentillas de color rojo; lo habitual es que tenga un pasmo de horror, y sin darle tiempo a reaccionar ni soltarle le digo: Yo sé todo lo que ocultas; ha llegado tu hora. Vete y haz lo que tienes que hacer, no hay otra solución. [Pausa.] Salen corriendo despavoridos. En los siguientes días leo los periódicos y escucho la radio, y si aparece la noticia del suicidio de la persona, eso me confirma que ocultaba pecados muy graves, y me siento bien por haber contribuido a que este mundo sea un lugar mejor. [Pausa] Todo el mundo oculta cosas, pero se sorprendería de lo frecuente que es que representen una oscura carga para la conciencia.